Como en casi todos los ámbitos de nuestras vidas, el patriarcado y las desigualdades de género operan en nuestra realidad a la hora de analizar un determinado eje de discusión y, en este caso, el análisis tanto del consumo de drogas como de dinámicas de microtráfico y persecución, no son la excepción. Veamos qué sucede.
¿Qué nos muestra la mal llamada “guerra contra las drogas”?
Aunque ontológicamente parezca ridículo declararle la guerra a un objeto, la mal llamada “guerra contra las drogas” en realidad se aplica contra poblaciones específicas. En este sentido, no es ilógico afirmar que en nuestro continente una parte importante de dicho enfrentamiento podría llamarse la “guerra contra las mujeres”. Los datos objetivos de encarcelamiento, persecución y desplazamientos territoriales son contundentes. Según un informe de la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA), “la población carcelaria femenina total en América Latina ha aumentado en 51,6% entre el 2000 y el 2015, en comparación con un 20% para el caso de los hombres. En Argentina, Brasil, Costa Rica y Perú, más del 60% de la población carcelaria femenina está privada de libertad por delitos relacionados con drogas”. Si bien el informe refleja que se trata de delitos menores y no violentos, las penas son desproporcionadas. El encarcelamiento sistemático de este grupo poblacional conlleva no sólo consecuencias negativas para sus familias y comunidades mientras las mujeres cumplen la condena, sino también en ellas mismas ya que cuando recuperan su libertad cargan con el estigma de haber estado detenidas, lo cual repercute en las posibilidades de conseguir empleos formales y en el acceso a otros derechos.
Durante la última década en Argentina, tanto en asentamientos urbanos precarios como en algunos barrios populares de ciudades importantes, el narcotráfico fue ampliando su zona de influencia y control. La federalización de la aplicación de la Ley Nacional de Estupefacientes 23.737 (1989) empoderó a algunos gobiernos provinciales y municipales en el endurecimiento y persecución de las bandas narcos, generando que estas organizaciones modifiquen su modalidad de tráfico y venta en pequeñas proporciones bajo la modalidad de narcomenudeo. Pero, ¿qué expresa el narcomenudeo? ¿Cuáles son las condiciones para que se geste? El narcomenudeo es un modus operandi que, en los últimos años, se expandió paradójicamente como resultado del endurecimiento de las leyes: “Los resultados son la respuestas: se duplicó el tráfico de cocaína, se triplicó el de las metanfetaminas y aumentó en un 50% el de marihuana, según cifras del mismísimo Ministerio de Seguridad de la Nación (…) En forma paralela hubo alrededor de 100 mil detenidos. Mujeres y pibes menores de treinta años. Solamente el 2% fue condenado por venta de estupefacientes”, señala Carlos del Frade en su nota publicada en Página 12.
En esta guerra contra lxs sujetxs, las mujeres de las barriadas populares deben transitar un equilibrio, por lo menos, peligroso. Por un lado, las bandas narcos ejercen control social no sólo atemorizando a la comunidad a cambio de brindar seguridad y ofreciendo dinero rápido para financiar el sostén material de una vida económicamente excluyente; sino, también, construyendo consenso y aportando recursos materiales necesarios para las comunidades que se proponen controlar. Por otro lado, se encuentran las fuerzas de seguridad que, en un contexto de “estado de excepción” permanente -habilitado por la declaración de guerra-, tienen vía libre para perseguir, reprimir, controlar y violentar a estas mismas poblaciones.
Del lado de las “fuerzas del orden” también es importante resaltar el rol de un Poder Judicial que, bajo el actual marco normativo en políticas de drogas, ampara el modus operandi de las fuerzas represivas, castiga desproporcionadamente a lxs consumidores y a los eslabones más débiles de la cadena de tráfico, al igualarlxs con lxs líderes de las organizaciones criminales. Evidentemente, la persecución de las mujeres e identidades feminizadas no es casual ni aleatoria, sino que está atravesada por un sistema judicial con una perspectiva machista y patriarcal que se apoya en estereotipos de género y dispositivos de masculinidades hegemónicas. Estos discursos influyen en la forma en que se ve a las mujeres e identidades feminizadas consideradas criminales. Las mismas, que subsisten a partir de la inserción en los eslabones de narcomenudeo, son estigmatizadas, invisibilizadas y criminalizadas.
Como se podrá apreciar, nuestro país no es la excepción a esta tendencia regional. Tal como esbozamos en nuestro informe “Drogas y Cuarentena”, en Argentina el porcentaje de mujeres detenidas por estos delitos es del 43% y la mayoría de esas mujeres viven en condiciones de exclusión, pobreza y tienen a su cargo el cuidado de niños, niñas y personas adultas.
Durante la última década en Argentina, tanto en asentamientos urbanos precarios como en algunos barrios populares de ciudades importantes, el narcotráfico fue ampliando su zona de influencia y control. La federalización de la aplicación de la Ley Nacional de Estupefacientes 23.737 (1989) empoderó a algunos gobiernos provinciales y municipales en el endurecimiento y persecución de las bandas narcos, generando que estas organizaciones modifiquen su modalidad de tráfico y venta en pequeñas proporciones bajo la modalidad de narcomenudeo. Pero, ¿qué expresa el narcomenudeo? ¿Cuáles son las condiciones para que se geste? El narcomenudeo es un modus operandi que, en los últimos años, se expandió paradójicamente como resultado del endurecimiento de las leyes: “Los resultados son la respuestas: se duplicó el tráfico de cocaína, se triplicó el de las metanfetaminas y aumentó en un 50% el de marihuana, según cifras del mismísimo Ministerio de Seguridad de la Nación (…) En forma paralela hubo alrededor de 100 mil detenidos. Mujeres y pibes menores de treinta años. Solamente el 2% fue condenado por venta de estupefacientes”, señala Carlos del Frade en su nota publicada en Página 12.
El narcomenudeo es un modus operandi que, en los últimos años, se expandió paradójicamente como resultado del endurecimiento de las leyes.
En esta guerra contra lxs sujetxs, las mujeres de las barriadas populares deben transitar un equilibrio, por lo menos, peligroso. Por un lado, las bandas narcos ejercen control social no sólo atemorizando a la comunidad a cambio de brindar seguridad y ofreciendo dinero rápido para financiar el sostén material de una vida económicamente excluyente; sino, también, construyendo consenso y aportando recursos materiales necesarios para las comunidades que se proponen controlar. Por otro lado, se encuentran las fuerzas de seguridad que, en un contexto de “estado de excepción” permanente -habilitado por la declaración de guerra-, tienen vía libre para perseguir, reprimir, controlar y violentar a estas mismas poblaciones.
Del lado de las “fuerzas del orden” también es importante resaltar el rol de un Poder Judicial que, bajo el actual marco normativo en políticas de drogas, ampara el modus operandi de las fuerzas represivas, castiga desproporcionadamente a lxs consumidores y a los eslabones más débiles de la cadena de tráfico, al igualarlxs con lxs líderes de las organizaciones criminales. Evidentemente, la persecución de las mujeres e identidades feminizadas no es casual ni aleatoria, sino que está atravesada por un sistema judicial con una perspectiva machista y patriarcal que se apoya en estereotipos de género y dispositivos de masculinidades hegemónicas. Estos discursos influyen en la forma en que se ve a las mujeres e identidades feminizadas consideradas criminales. Las mismas, que subsisten a partir de la inserción en los eslabones de narcomenudeo, son estigmatizadas, invisibilizadas y criminalizadas.
Desigualdad de género es desigualdad económica
Como venimos afirmando, en el circuito que enlaza las distintas partes del negocio de las drogas, la mayoría de las mujeres e identidades feminizadas ocupan los eslabones más débiles de la cadena de tráfico (como transporte vía fronteras o distribución en pequeña escala) llevando adelante tareas de alto riesgo, como manera de enfrentar la pobreza. Pero, ¿qué tiene que ver la desigualdad de género con la desigualdad económica?
Son mayoritariamente mujeres e identidades feminizadas quienes ocupan los eslabones más débiles de la cadena de tráfico, llevando adelante tareas de alto riesgo, como manera de enfrentar la pobreza.
Para ilustrar este panorama, si analizamos la composición de género en cada nivel de ingresos, el Observatorio de Géneros y Políticas Públicas destaca que dentro del 10% de la población con menores ingresos, las mujeres representan casi el 70%, mientras que esta relación se invierte en el decil de mayor ingreso, donde las mujeres no llegan al 40%.
Consideramos necesario caracterizar quiénes son estas mujeres que han encontrado en el mercado de las drogas una oportunidad laboral, entendiendo que por desarrollar estas tareas y por ser mujeres son doblemente discriminadas. Si bien viven en lugares diferentes con historias singulares, comparten a la vez elementos homogéneos como la pobreza y la exclusión. Enfrentan serios desafíos económicos y sociales como resultado de los estereotipos de género, discriminación, sobrecarga de tareas de cuidado, limitado empoderamiento económico, condiciones informales en el empleo, reducida participación en la vida política y pública, y escaso acceso a derechos básicos como salud y educación. Como mencionamos anteriormente, en la mal llamada “guerra contra las drogas” se oculta e invisibiliza el papel de las mujeres como agentes de la transformación social, desarrollo y fortalecimiento comunitario.
Además, debido a las tareas de baja escala y nivel que llevan adelante, su encarcelamiento poco o nada contribuye a desmantelar mercados ilegales de drogas, de hecho son eslabones que se reemplazan fácilmente. Como contracara, su encarcelamiento repercute negativamente en el desarrollo de las comunidades en las que viven, ya que como venimos afirmando, son quienes sostienen económicamente y cuidan de otrxs. Esto también nos lleva a cuestionar las lógicas de cuidado que se promueven en la actualidad, donde el mercado cumple un rol central relegando a la esfera privada las tareas directas e indirectas de gestión doméstica y crianza. Por lo tanto, todas las actividades que no sean públicas -reguladas por el Estado- las regula la mano invisible a su manera pero hay que pagarlas, como el caso de las tareas domésticas. Si no es con dinero, es con horas de trabajo propias dedicadas a dicha función. Aquí también se expresa la desigualdad a la que se enfrentan las mujeres, especialmente de los sectores populares.
En este contexto es importante tener en cuenta la perspectiva interseccional, que desarrolla, entre otres, De Miguel Calvo, como herramienta teórica y empírica ya que nos permite comprender la variabilidad de situaciones atravesadas por múltiples condicionantes sociales en las experiencias de las mujeres e identidades feminizadas encarceladas. Dicha perspectiva permite analizar las relaciones de poder y las dinámicas de perpetuación de las desigualdades sociales; e indagar sobre el rol activo que tienen las protagonistas.
La actual crisis económica desafía a los gobiernos para acompañar estas poblaciones vulneradas. Mientras la estructura económica formal continúe excluyendo, será el narcotráfico quien las incluya.
¿Se podría decir que son precisamente los altos índices de pobreza, la falta de acceso a derechos y servicios básicos, y la escasa presencia estatal lo que las empujó a tomar parte de la economía de las drogas? La actual crisis económica que estamos atravesando puede que desafíe a los gobiernos locales y nacionales a estar presente en el acompañamiento cercano de estas poblaciones vulneradas, ya que mientras la estructura económica formal continúe excluyendo, no sea el narcotráfico quien las incluya, sino modelos económicos alternativos que ofrezcan proyectos laborales autónomos.
Representaciones sociales que dejan marcas en mujeres e identidades feminizadas
Los consumos de drogas están relacionados con contextos y procesos socio históricos cambiantes, donde los diferentes agentes sociales y de control juegan un papel crucial en la construcción de significados. El “género” y las “drogas” son construcciones sociales donde se ponen en juego relaciones de poder a través de discursos. Dichos discursos están fuertemente marcados por el prohibicionismo, un modelo moralista que interactúa con lxs usuarixs de drogas desde la estigmatización, tomando cuerpo de manera diferenciada según el género, tanto en la mirada de la sociedad y la justicia, como en la accesibilidad a los tratamientos.
Como desarrolla De Miguel Calvo, “en la medida en que el delito es asociado con la masculinidad como acción, iniciativa y transgresión; las mujeres son concebidas como monstruosas ya que se comportan más como hombres que como las pasivas, cuidadoras y cumplidoras de las normas que se supone han de ser. Esta influencia del estigma también tiene consecuencias en las dinámicas de control que se despliegan durante el encarcelamiento, donde el tratamiento y la monitorización del comportamiento es más agudizado que para los hombres, ejerciendo una intervención más encaminada a la ‘feminización’ de las mujeres presas que a prestar oportunidades para su ‘reinserción’”.
Resulta fundamental reflexionar críticamente acerca de las representaciones sociales que giran en torno a la criminalización de las mujeres e identidades feminizadas y los estereotipos de género que dan cuenta de las desigualdades.
La importancia de la perspectiva de género para continuar reflexionando
Para concluir, quisiéramos fundamentar la importancia de una política de drogas con perspectiva de género que permita visibilizar e identificar la existencia de roles, normas, relaciones de poder y promover una revisión de las prácticas cotidianas para la equidad de género.
Una política de drogas con perspectiva de género implica en primer lugar poner en relieve la situación de vulnerabilidad en la cual se encuentran las mujeres e identidades feminizadas en general, y en particular las de los sectores populares. Este factor se enmarca en un contexto de feminización de la pobreza, en donde se hace impostergable reflexionar sobre los siguientes puntos.
En primer lugar, haciendo propias las ideas propuestas por D’alessandro, consideramos necesario implementar políticas que promuevan el desarrollo económico y la autonomía de las mujeres, partiendo de la idea de que existe una asimetría en las relaciones de género que hasta el día de hoy impacta en la condición de desigualdad estructural en la que se desarrolla la vida de las mismas. Esta promoción del desarrollo, capacitación y formación laboral con perspectiva de autonomía económica, debe tener como objetivo remunerativo y cualitativo lograr que el negocio de las drogas sea una opción menos conveniente para sobrevivir. Creemos que es fundamental también diseñar políticas públicas integrales y estrategias legales que promuevan el ejercicio de paternidades responsables, donde las tareas de cuidado y el sostén económico de los hogares deje de recaer exclusivamente sobre las mujeres.
En segundo lugar, es central generar articulaciones interministeriales (aprovechando el nuevo rol del Ministerio de la Mujer, Géneros y Diversidades), donde se contemple la especificidad de la temática de drogas y las distintas variables que atraviesan este eje, con el común denominador de otorgarle prioridad al proceso de despatriarcalización en las iniciativas que se lleven adelante. Sostenemos que el proceso de identificación y visibilización de las desigualdades de género en el “mundo de las drogas” es necesario para lograr la equidad de género.
Se hace evidente que los datos descritos al comienzo de esta nota sobre el índice creciente de encarcelamiento de mujeres por delitos relacionados con drogas es sólo la punta del iceberg. Detrás de esos guarismos, se esconde no sólo una desigualdad económica estructural asociada a la feminización de la pobreza, sino también una mirada patriarcal desde la esfera represiva y judicial. Por lo tanto, sin registrar la estigmatización en el plano social que promueve el paradigma prohibicionista a la hora de ordenar la política de drogas, no se puede comprender la criminalización posterior en el plano jurídico y penal. Dos caras de una misma moneda que, caiga como caiga, siempre pagan las mujeres y las identidades feminizadas.