Por Juan José Conti
—Simón… fijate si todavía no pasaron y sacá la basura.
Miro el reloj y son las once de la noche. Una noche fresca de verano. Fresca como pocas en este enero caliente, húmedo y pegajoso. Me asomo por la ventana y veo que en la casa de enfrente está colgada la bolsa de basura. Todavía no pasó el camión recolector. Abro la puertita bajo la mesada y el olor a podrido me nubla la razón. Se ve que mi hermano no la sacó ayer (tenemos los días de la semana divididos para hacer esta tarea). Hago un nudo y saco la bolsa del tachito. Cada vez que tengo que sacar la basura a esta hora de la noche, tengo el mismo pensamiento: hoy me afanan. Mi calle es tranquila, pero desolada. A esta hora no hay un alma. Si un ladrón quisiera, luego de que yo atravesara la cochera y estuviera parado en la calle en puntitas de pie para colgar la bolsa en el más bajo de los fierritos del poste de teléfonos, podría sorprenderme por la espalda, apuntarme con un arma, o pegarme, y entrar a robar. O peor, podría sorprenderme saltando desde el techo, caer arriba de mí, dejarme inconsciente y meterse en la casa. Ese pensamiento me increpa, me asalta, me desvalija, se me mete en el cráneo como una bala cada martes y jueves que me toca sacar la basura.
Así que abro la puerta de la calle y dejo la bolsa en su lugar lo más rápido que puedo. Cuando estoy volviendo a la casa, se me acelera el corazón y no se calma hasta que vuelvo a estar del lado de adentro, con la llave girada.
—Ya está, pá.
Subo al segundo piso donde está la computadora y leo algunas noticias. “Un joven de veintidós años fue asesinado a balazos cuando caminaba por el barrio Barranquitas, informaron hoy fuentes policiales”. “La asociación civil Amigos de los Animales realizó una protesta en la puerta de la casa de un famoso artista plástico, quien habría matado al gato de una vecina”. “Personal policial trata de establecer las circunstancias de un grave hecho de sangre acontecido esta madrugada en Villa Hipódromo”. “En el barrio de Guadalupe, una estudiante encontró a un ladrón bajo su cama y lo echó a raquetazos; el ladrón fue trasladado al Hospital Cullen”. “Anoche, minutos después de las 23, se produjo un choque protagonizado por una motocicleta y un colectivo de la línea 16”. “Un anciano está internado tras recibir una golpiza por parte de un vecino que lo acusa de haber corrompido a una menor del barrio”. “Excarnicero detenido por la desaparición del novio de su hija”. “Un tenebroso sujeto escapó ayer de la seccional primera de policía, lugar donde se encontraba detenido tras protagonizar un asalto callejero”. “Treinta minutos de extrema tensión vivieron dos abuelos que fueron asaltados anoche en su propio domicilio”.
“Mejor dejo de leer el diario por un mes”, pienso. Y salgo al balconcito que da al patio a respirar aire puro.
Desde allí, a pesar de que la altura es poca, puedo ver gran parte de la ciudad. Me gusta mirar los techos. Ver como recortan la noche con sus antenas y con sus ángulos rectos. También veo revolotear algunos murciélagos. Hacia el oeste, a dos cuadras de casa, se ve el esqueleto de una obra en construcción. Un edificio de unos veinte pisos para viviendas y oficinas. En el diario de ayer, leí que uno de los obreros se cayó desde el piso 7. Me dijeron que, como era boliviano, nadie reclamó y arreglaron a la viuda con dos mil pesos. Me pregunto si esos dos mil pesos le habrán alcanzado a la mujer para volver a su ciudad natal o si se habrá quedado acá (¿cuánto cuesta un pasaje a La Paz?).
Me saca de mis pensamientos un ruido que me llama desde abajo. Miro y, sentado en el tapial, como cruzando de nuestro patio al del vecino, hay un pibe que me mira. Un pibe que me mira en la noche. Con gorrita roja. La visera no me deja verle los ojos, pero igual los siento. Viste un pantalón y una campera de gimnasia que le quedan grandes y un par de zapatillas Nike. Me quedo congelado. Duro. Soy una piedra. Uso todas mis fuerzas para ordenarle a mi brazo que se mueva. El brazo derecho se separa del resto de mi cuerpo inerte y lo extiendo mostrándole la palma de la mano al visitante nocturno. Un intento por hacer un gesto universal de “todo bien”. “Todo bien, no pasa nada, yo me voy para adentro, vos seguí con la tuya. Andá tranquilo, que no voy a llamar a la policía ni a nadie porque soy de los que mira para otro lado. ¿Listo? Chau, gracias”. Todo eso intento decirle y, con el brazo extendido y la palma abierta, doy los dos pasos que me vuelven a meter en la casa y con fuerza cierro la ventana.
—¡Viejo!, ¡llamá a la policía que hay un choro en el patio!
Mi viejo llama y lo atienden en la seccional del barrio. Dicen que en cinco minutos va a venir un patrullero. Con mis hermanos, nos quedamos espiando por la ventana y vemos al pibe saltar al patio del vecino.
Los cinco minutos parecen treinta. Tocan timbre. Dos roperos azules con ithacas al hombro atraviesan la casa corriendo y salen al patio. Les decimos hacia dónde saltó y uno de los dos le sigue la estela. Lo vemos saltar por los techos de las casas contiguas con mucha agilidad. Tanta que con uno de mis hermanos no podemos dejar de mirarnos en forma cómplice y pensar que, tal vez, algunos años antes, ese hombre era el que escapaba.
De repente, se frena en seco y empieza a apuntar con su arma a distintos lugares, como lo haría un cazador que espera dar con su presa. Lo oímos gritar.
—¡Salí hijodeputa o te quemo la cabeza! ¡Salí!
No vemos nada, pero el policía tiene la seguridad de que el ladrón está en el mismo techo que él. Y no se equivoca.
—Bueno, bueno, pero no me tires, por favor.
La voz es aguda. Muy aguda. Y vemos una sombra que sale con los brazos a medio alzar, cubriéndose la cabeza. El policía deja de apuntar y con la culata del arma, le da un golpe al que se está entregando. Cae, pesado como una bolsa de basura. El uniformado se acerca y le patea las costillas. No alcanzamos a verlo, pero lo escuchamos. Escuchamos cómo la puntera de acero de los borcegos del uniforme reglamentario se abren lugar, golpe a golpe, entre las carnes del muchacho. Entre sus costillas. Escuchamos los gritos de dolor.
Luego, el policía lo levanta y empiezan a bajar por los techos, deshaciendo el camino que uno hacía mientras escapaba y el otro hacía mientras cazaba. No puede esposarlo porque necesita que use las manos para bajar.
—Te llegás a intentar escapar y te quemo la cabeza, hijoderemilputa, ¡¿me entendiste?!
—Sí, sí…
En cada descanso, el policía renueva la tunda. Ahora, el pibe llora.
—Por favor, no me pegues más —la última palabra se estira en un llanto interminable, inagotable.
Cuando por fin llegan a nuestro patio, el segundo policía se acerca y lo revisa. Como ve que todavía puede aguantar un poco más, de bienvenida, le asesta otros puntapiés.
—¿Qué es eso de andar metiéndose en casa ajena? ¡¿Eh?!
Lo patea. Patea sin piedad. Patea con fuerza. Y en sus patadas aprovecha para descargar la bronca contra sus jefes y la bronca por la miseria que cobra a fin de mes. Miseria que lo lleva a hacer adicionales hasta tarde, en la puerta de un boliche. Y llegar a la casa más tarde aún. Y que su mujer se enoje, como anoche. Patea. Patea sin piedad. Patea con fuerza. Mientras lo hace, apaga la radio desde la que le piden novedades.
Ya no aguanto la mirada, pero no puedo evitar seguir escuchando. Al ruido de los golpes, se le suma, de fondo, el jadeo. El muchacho jadea porque le falta la respiración. En las bocanadas entrecortadas de aire que intenta llevarse para adentro, se oye también la sangre, los mocos, la tierra, que también entran. Los sonidos me penetran a pesar de que intento bloquearlos. Lo hacen de tal forma que empiezo a sentir el dolor, las patadas. Los pulmones corroídos. Huesos astillados. La nariz rota.
Tengo los ojos cerrados. Cerrados con fuerza. Y aguanto. Aguanto los golpes porque es lo único que sé hacer. Cierro los ojos con fuerza en un intento de volver a la vida que me fabriqué en mi cabeza para soportar el dolor. Una en la que no trabajo en el edificio en construcción. Una en la que no salto techos para completar lo que la paga no llena. Me imagino que tengo una casa de dos pisos y hermanos y que la furia de la ciudad solamente me alcanza en las noticias que leo.
Entonces, dejo de oír los golpes y, aunque no quiero, vuelvo. Tirado en el suelo, abro los ojos y veo las botas del policía.
*Cuento producido en Del Otro Lado Libros (Santa Fe), en el marco del taller literario El último cuento argentino, del escritor Francisco Bitar.
*Publicado en la edición de julio de 2018.