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26 julio, 2024

Apuntes sobre la ley de narcomenudeo en Entre Rios y su fracaso

narcomenudeo entre rios
Collage de Carla Gastaldi (@charliezard.gif)
Para mostrar efectividad en la lucha contra el narcotráfico, el Estado construyó una narrativa basada en la eficacia de la persecución contra quienes regentean kioscos de venta de droga en los barrios. Un lustro después de la implementación de la ley provincial de narcomenudeo, el resultado es una merma en las investigaciones contra los grandes narcos y el encarcelamiento masivo de pobres, con alta incidencia de mujeres, dedicados a actividades de bajo rango y alto riesgo.

María de los Ángeles nació en un hogar donde no sobraba nada y las más de las veces faltaba casi todo. A duras penas terminó la escuela primaria, a los 14 años tuvo su primer hijo y enseguida llegó el segundo. El padre no asumió su responsabilidad y ella los crió con esfuerzo y el apoyo de una red familiar. Después vendrían cuatro más.

Se las arregló como pudo, surfeando la década del noventa y las crisis que le sobrevinieron entre changas, trabajos por horas de casa en casa y algún plan social. Hasta que un día, con 32 años, sin trabajo y con seis bocas que alimentar, aceptó una oferta: guardar cosas que alguien le llevaría hasta su casa. Parecía sencillo; acaso riesgoso, pero sencillo.

“Fue una persona que conocía del barrio quien me lo propuso”, cuenta María de los Ángeles. “No soy ingenua, yo sabía lo que me estaba proponiendo y no me da vergüenza decirlo. Pero lo hice por necesidad, estaba desesperada”, agrega.

Su pequeño mundo se vino abajo una mañana de un invierno que apuraba su salida. Los policías entraron a las patadas en la casilla que se parecía más a un conventillo, donde María de los Ángeles vivía a un costado de las vías, en una calle diagonal que se desprende de El Paracao. Todavía la oprime el recuerdo de la impotencia que sentía ante el llanto de sus hijos mientras los policías revolvían todo a su paso; una opresión que siente en el pecho cuando lo cuenta y que acaso no sea sólo física sino también del alma.

Los policías apartaron a María de los Ángeles, maniataron a sus hijos menores y revisaron todas las habitaciones. Buscaban una moto Honda Storm y un revólver, o al menos eso decía la orden de allanamiento que un rato antes había firmado un juez provincial. El operativo no dio los resultados esperados: no había ni moto ni revólver. Pero el ladrido del perro mientras se desarrollaba el operativo atrajo la atención de los policías hasta el fondo de la casilla, y uno de ellos notó que debajo de un improvisado refugio había tierra removida. Apenas escarbar, a unos treinta centímetros de profundidad, emergió un bolso de color negro que tenía en su interior una bolsa de nylon con cinco paquetes con forma de ladrillos envueltos en papel aluminio.

María de los Ángeles fue condenada a tres años y seis meses de prisión de cumplimiento efectivo en un juicio abreviado en el que admitió haber facilitado un lugar para la tenencia de estupefacientes con fines de comercialización.

La provincia es un lugar de paso; recibe la droga por tierra, por agua y por aire; y no es tampoco una plaza atractiva de consumo para las grandes estructuras.

Algo está cambiando…

La expansión del narcotráfico en el país parece una certeza indiscutible. En el mapa nacional, Entre Ríos tiene una dinámica que está planteada por sus límites geográficos y características territoriales. Argentina ha dejado de ser solo un país de tránsito. En los últimos años se han encontrado pruebas de procesamiento local de pasta base en cocinas rudimentarias, la transformación de la pasta base en clorhidrato de cocaína y la mezcla con otros componentes para generar mayor volumen. La provincia, en cambio, es un lugar de paso; recibe la droga por tierra, por agua y por aire; y no es tampoco una plaza atractiva de consumo para las grandes estructuras.

Hace unos años se repetía que la droga caía desde el norte; ahora se sabe que el flujo es bidireccional, de norte a sur y de sur a norte; y también hacia el este. La lógica es sencilla: los narcotraficantes tienen una mercadería que ofrecer y tratan de ubicarla estén donde estén los clientes.

Las redes de comercialización de droga están organizadas por clanes familiares; son estructuras más bien desformalizadas, con un funcionamiento dinámico que implica que los roles pueden ser intercambiables e ir mutando, según las necesidades. No hay que descartar en ese esquema el factor económico, es decir, familias que hacen del comercio ilícito su estrategia de sobrevivencia; en vez de tener una despensa, tienen un kiosco de droga. Hace un tiempo ya que la verticalidad construida en el imaginario social a través del cine ha dado paso a organizaciones horizontales, más bien caóticas y que funcionan como células.

La lógica del negocio, como cualquier rubro comercial, es garantizar el flujo de las sustancias reduciendo el stockeo, pues ello implica asumir riesgos mayores en una actividad que se sabe ilícita. Que la droga no esté quieta, que circule.

Familias que hacen del comercio ilícito su estrategia de supervivencia; en vez de tener una despensa, tienen un kiosco de droga. Se trata de organizaciones horizontales, no verticales, más bien caóticas y que funcionan como células.

Sin embargo, hubo un período en el que Entre Ríos fue un lugar hostil para las organizaciones que operan en el país, un territorio que preferían evitar al momento de movilizar las sustancias de un punto a otro del mapa.

Así fue en un lustro que podría establecerse cronológicamente entre 2014 y 2018, en que fueron detenidos quienes eran los grandes jefes del narcotráfico en la provincia: Gustavo Barrientos –y su sucesor en el negocio de las drogas y del paravalancha, Hugo Ceola–, Gonzalo Caudana, Daniel Celis, el Negro Oscar Siboldi o emergentes como Nicolás Castrogiovanni, Lisandro Pokemón Giménez, Cabeza de Fierro (Fabián González) y el Gordo Plástico (Rodolfo Martínez). La caída de los jefes permite aventurar que a partir de entonces el negocio entró en una fase de reconfiguración.

El punto de inflexión coincide con la adhesión de Entre Ríos a la ley nacional de desfederalización parcial de la competencia penal en materia de estupefacientes, que en lo esencial condiciona la competencia material y territorial para ciertas figuras.

Cabe destacar que previo a la sanción de la ley de desfederalización, la persecución de los delitos de narcotráfico era de competencia exclusiva de la Justicia Federal. El fundamento es que los hechos vinculados al tráfico ilícito de drogas presentan ramificaciones que trascienden las fronteras provinciales o nacionales, de modo que fragmentar la competencia generaría una arquitectura institucional ineficiente.

La ley provincial de narcomenudeo, a partir de 2018, facultó a los fiscales provinciales a perseguir, juzgar y reprimir el comercio, entrega, suministro o facilitación de estupefacientes fraccionados en dosis destinadas directamente al consumidor; los casos de siembra o cultivo de plantas cuando por la escasa cantidad surja inequívocamente que es para consumo personal o la entrega ocasional y gratuita; y cuando se trate de tenencia para consumo personal.

La ley de narcomenudeo suponía aprovechar la presencia de jueces, fiscales y, principalmente, de la Policía de Entre Ríos en todos los departamentos para desbaratar los kioscos de droga.

ley narcomenudeo entre rios

Imagen de Carla Gastaldi (@Charliezard.gif)

Narcoboludeo

Es un hecho objetivo que sin venta minorista no hay narcotráfico porque el gran negocio necesita una presencia en el territorio para tener un termómetro del consumo; y en Entre Ríos se ha detectado un esquema representado por el dealer, el kiosco o el delivery.

A cinco años de su implementación, la eficacia de la ley de narcomenudeo en la provincia admite distintas interpretaciones. La ministra de Gobierno y Justicia, Rosario Romero, considera que “la evaluación es altamente positiva porque al tomar la provincia el pequeño delito de estupefaciente, la Justicia Federal toma el gran caso, y hay una adecuada complementación”.

El ex jefe de la Dirección de Toxicología de la Policía, Lucio Villalba, por su parte, destaca como aspectos positivos de la norma “la disminución drástica de homicidios, balaceras, enfrentamientos barriales y disputas territoriales por la instalación de kioscos” y la disminución de la conflictividad social.

Un fenómeno interesante es que Paraná, que hasta no hace tanto tiempo exhibía tasas altísimas de homicidios vinculados a disputas territoriales, venganzas entre bandas y balaceras, parece no tener en la actualidad mayores conflictos.

Un cuadro comparativo parece darle la razón a Villalba: en 2020 se contabilizaron veintitrés asesinatos en Paraná, en 2021 hubo quince y en 2022 se registraron nueve casos. Romero atribuye esa tendencia a la implementación de la ley de narcomenudeo, “que viene desbaratando innumerables kioscos de venta de droga en los barrios”.

Los detractores, en cambio, advierten que el empoderamiento de la Policía le asegura un dominio total del territorio y le permite tutelar o regular la dinámica comercial. “Cuando cae algún jefe se produce una lógica disputa territorial por la sucesión, entonces recrudece la violencia, hasta que se vuelve a regularizar. Por eso no hay conflictos”, replica un funcionario judicial.

Otro factor que se ha puesto de resalto es una merma considerable en la cantidad y calidad de causas iniciadas por las figuras más graves de la cadena del narcotráfico en la Justicia Federal y en el incremento en la persecución bajo figuras de tenencia para consumo personal.

Es un hecho objetivo que sin venta minorista no hay narcotráfico porque el gran negocio necesita una presencia en el territorio para tener un termómetro del consumo; y en Entre Ríos se ha detectado un esquema representado por el dealer, el kiosco o el delivery.

Un informe de la Procuraduría de Narcocriminalidad (Procunar) de la Procuración General de la Nación advertía ya en 2013, cuando la desfederalización estaba en el centro del debate político en Entre Ríos, que en las provincias donde se fragmentó la persecución del narcotráfico se habían “frustrado posibles investigaciones hacia la complejidad de lo que es el fenómeno de la narcocriminalidad, es decir, se ha focalizado la atención en los últimos eslabones de la cadena de comercialización y se ha perdido de vista que al fraccionar las formas de investigación y al no haber intercambio de información, se pierde de profundizar en lo más importante que es ir hacia los eslabones superiores”. Ese escenario se replicó en la provincia.

Un primer registro estadístico del Superior Tribunal de Justicia (STJ) mostraba que entre febrero y noviembre de 2019, es decir, en los meses posteriores a la puesta en vigencia de la ley de narcomenudeo, en la Justicia provincial se iniciaron 107 investigaciones penales contra 178 personas. Paralelamente, en la Justicia Federal de Paraná cayó un 75 por ciento el número de causas iniciadas en comparación con las que se activaban hacia mediados de 2018.

Cuatro años después, los números están en alza: entre febrero y septiembre de 2023, en la Justicia provincial se dictaron 194 sentencias por la venta al menudeo de cocaína, marihuana y psicotrópicos; de ellas, el 27,8 por ciento fueron por comercio y el 33,5 por ciento por tenencia con fines de comercialización.

Lo que no muestran las estadísticas, pero sí un repaso más exhaustivo de las causas, es que hay una tendencia de los fiscales provinciales a optar por calificaciones más graves, como las relativas a la comercialización de estupefacientes. La condición para que pueda aplicarse esta figura es que las dosis estén fraccionadas para que lleguen directamente al consumidor. Lo que cabe preguntarse es si puede haber comercio entre una, dos, tres o cuatro personas, o si puede haberlo si no hay una organización detrás.

Como contrapartida, en este último informe persiste la persecución a usuarios que son sometidos a procesos penales por tenencia simple (16,5 por ciento) y suministro gratuito (4,1 por ciento), que la jurisprudencia considera inconstitucionales cuando se acredita la finalidad de consumo.

Los números reflejan entonces que el sistema judicial está centralmente orientado a la persecución de los delitos de comercialización y tenencia de drogas, pero las tablas estadísticas muestran que las condenas, en general, son por pocos años.

Frente a este escenario, la diputada nacional Carolina Gaillard (PJ-Entre Ríos) propuso en 2021 modificar la escala penal para delitos de narcomenudeo, teniendo en cuenta la desproporción entre las penas que se fijan para el dealer y el jefe del negocio: en cualquier caso, van de cuatro a quince años de prisión. Lo que plantea la legisladora es “pensar la posibilidad de otra forma de aseguramiento, distinta a la unidad carcelaria”, por ejemplo, la posibilidad de reducir el mínimo de la pena a tres años de prisión condicional y que los jueces puedan imponerlas a condición de que las personas acusadas se sometan voluntariamente a medidas socioeducativas orientadas a conocer las consecuencias de los consumos problemáticos de sustancias y su relación con los tráficos ilícitos, realizar tareas comunitarias de pacificación de su lugar de residencia u otras medidas destinadas a evitar la reiteración de ese tipo de conductas. El proyecto, por ahora, duerme en los anaqueles del Congreso.

El resultado de esa creciente desigualdad es el carácter cada vez más clasista de la justicia penal, y una prueba de ello es la composición social de la población carcelaria, formada, mayormente, por personas pobres y marginadas.

Nos siguen pegando abajo

Mujer, pobre, madre, sin educación formal y jefa de hogar, la historia de María de los Ángeles es también un botón de muestra sobre el impacto que tiene la ley de narcomenudeo en el territorio.

Que las mujeres se incorporen al negocio del narcotráfico no es una extravagancia, admite un experimentado funcionario judicial de Paraná. En algunos casos son obligadas por hombres en su entorno familiar, víctimas de dinámicas de violencia; otras lo hacen como estrategia de supervivencia.

Dos de cada tres mujeres detenidas en Entre Ríos enfrentan procesos por infracciones a la ley que penaliza la tenencia y tráfico de drogas, muy por encima del promedio general en la provincia, que es del 17,8 por ciento.

Daniela Dans, licenciada en Comunicación Social, docente y decana de la Facultad de Ciencia y Tecnología de la Universidad Autónoma de Entre Ríos (UADER), es autora del ensayo La invisibilidad de la mujer privada de libertad. Allí sostiene que las mujeres “forman parte de la compleja cadena de producción y comercio ilegal de sustancias” y agrega: “Más que una sustancia psicotrópica, la droga es un camino de acceso a la independencia económica femenina, pero al mismo tiempo traslada al mundo de la clandestinidad los roles domésticos de madres, esposas, cómplices, jefas de hogar sin reconocimiento público”.

Otro dato que surge es la extrema desigualdad de las personas, sin distinción de género, frente a la justicia. El jurista italiano Luiggi Ferrajoli habla, sobre todo, de una desigualdad generada por la pobreza, como “la fuente más grave y vistosa de discriminación” y plantea que existen discriminaciones de las personas pobres originadas en el momento de la ejecución de la pena, en las desigualdades en la concesión de beneficios ligada, inevitablemente, más que a la buena conducta, a criterios tales como las posibilidades de ocupación, la contención familiar, el nivel de educación y similares.

El resultado de esa creciente desigualdad es el carácter cada vez más clasista de la justicia penal, y una prueba de ello es la composición social de la población carcelaria, formada, mayormente, por personas pobres y marginadas.

Eugenio Zaffaroni ha dicho que las cárceles del mundo están pobladas por aquellas personas que responden “al estereotipo social” que una sociedad ha construido y, en el caso argentino, son “los adolescentes de los barrios pobres”. La definición completa debería decir que la población penitenciaria pertenece a los sectores vulnerables, está integrada mayormente por varones jóvenes, pobres y sin trayectorias educativas o laborales.

Las estadísticas abonan esos postulados: hacia finales de 2022, el 49,6 por ciento de las personas privadas de la libertad en cárceles entrerrianas tenía menos de 35 años; el 26 por ciento no había completado la escuela primaria; el 3,4 por ciento no había pasado nunca por el sistema educativo; y el 88 por ciento no había completado la secundaria.

Parece difícil en ese contexto no admitir el fracaso.

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