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Esquina por siempre

Ilustración de Guido Bertos

Por Manuel Leiva

Rociado con desodorante, Juan intenta llegar a lo del Negro Leña. La patineta esquiva mil autos con él arriba, mientras tanto piensa en la cantidad de letras al pedo que sacaría de abecedario.

Corte misteriosa, Luana está sentada en la entrada de una casa gris, con un frente lleno de manchas de humedad, llegando a una de las últimas esquinas de Ameghino. Para qué mentirse, todo en lo que Luana esté involucrada tiene algo de misterio. Ambos personajes de la vagancia de nuestra ciudad se clavan los ojos como si se hubieran  estado esperando. No fue así, pero es obvio que si salís a patear, alguien te vas a cruzar.

Ella escupe una cáscara de girasol y prende un porro, él deja las letras de lado y se percata de un perro muerto que está tirado en la vereda, justo al lado de donde Luana sigue con la vista a Juan, sin expresión alguna.

“Si el pobre bicho hubiera muerto con los ojos abiertos, miraría con más vida que esta loca”, piensa rebuscadamente Juan. Frena a ver qué pinta.

Pasa por arriba del cadáver y se agacha para saludar a la mina con un beso. Luana tiene lamaña de soltar un “muuá” cuando da besos de hola; ya todos se acostumbraron a eso.

—¿De qué te escapás boló? —pregunta la morocha con sonrisa sarcástica.

—¡Ahí está! La B larga o la V corta, una de las dos tiene que volar a la mierda.

—¿Eh?

—No nada, estoy en otra. ¿Vas a fumar sola? —pregunta Juan que intenta conectarse con la realidad.

—Ni ahí —Dice Luana, endureciendo la cara otra vez y abriendo los ojos como cobra—, con vos.

Los autos dejaron de pasar y Juan se sienta hechizado. Ha visto en los ojos negros de esa

mujer, todos los colores del mundo en forma de milimétrico y complejo mandala. Era el mapa del universo, lo vió un segundo pero para siempre.

Se hace de noche, y el sol, aunque invisible para los paranaenses, estalla y con él el sistema solar entero. Se desintegran todas las montañas y océanos, planetas y asteroides; calles y plazas, la humanidad y los extraterrestres; todos los libros y líneas de merca del planeta, las pantallas de tv y átomos de carbono o de cualquier otro elemento de esta parte del universo. Nada queda, todo pasa en un instante que nuestra estrella libera toda la energía calórica contenida en su núcleo para arrasar nada menos que con toda la materia que órbita alrededor de ella.

En un punto cualquiera del vacío sideral, una luz lejanísima resplandece fugaz entre los astros de otra galaxia. Fue la luz de la reciente supernova que se reflejó en la bombilla del mate que Luana le está pasando a juan, advirtiendo “Guarda que ta que pela”.

La realidad de los dos sigue intacta: la casa gris, las estrellas y los cables de teléfono, la

bicicleta apoyada en el jacarandá de la esquina, sus flores lilas, la cancha de Sportivo, la

patineta, el desodorante, la tuca, el mate y el perro en el piso simulando una mesita de té.

Nadie ni nada queda, y ellos, los sobrevivientes al desastre, ni enterados.

—¿Pa’ dónde ibas? —pregunta con tono dulzón la posible destructora del cosmos mientras

destapa el termo para que se enfríe un poco el agua.

—Ni me acuerdo.

Ambos ríen despreocupados (están de vacaciones).

*Cuento publicado en la edición de mayo de 2018.

#CUENTOS #NARRATIVA #RELATOS

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