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Barco y escalera

[vc_row][vc_column width=”1/1″][vc_row_inner][vc_column_inner width=”1/6″][/vc_column_inner][vc_column_inner pofo_column_animation_style=”none” width=”2/3″][vc_custom_heading text=”” font_container=”tag:h4|font_size:18|text_align:left|color:%23000000|line_height:24px” google_fonts=”font_family:Raleway%3A100%2C200%2C300%2Cregular%2C500%2C600%2C700%2C800%2C900|font_style:500%20bold%20regular%3A500%3Anormal” css_animation=”none”][vc_column_text](Si este cuento fuera un cortometraje, estaría musicalizado con “El sueño que sueño” de La Perla Irregular)

 

2004

Me acuesto pensando en las figuritas que me faltan para llenar el álbum, que no son muchas. Me estiro sobre la cama y me doy cuenta de que me falta la almohada. La veo tirada cerca de la silla, junto con algunas remeras y la pelota de básquet que me regaló el tío la navidad pasada. Me levanto a buscarla y, de paso, voy hasta la cocina a servirme un vaso de agua y unas masitas.

Vuelvo a la pieza, dejo el vaso sobre la mesa de luz y busco la tirita roja para abrir el paquete. Siempre me cuesta el procedimiento, así que el paquete termina toscamente abierto y derramando migas en las sábanas. Como dos masitas y tomo un trago largo de agua. Después me acuesto. Las migas me pican en la espalda, así que me siento para tirarlas al piso y, aprovechando mi nueva posición, tomo otro trago de agua.

La tenue luz que se filtra por encima de la alta puerta de madera alcanza para iluminar las motas de polvo que bailan en el aire. Miro a mi alrededor y disfruto del paisaje espacial. Las paredes y el techo de mi habitación están repletas de calcomanías de planetas y estrellas, de esas que brillan en la oscuridad. Hace un par de años, fui al observatorio y me enamoré de las galaxias, los planetas, las supernovas, los agujeros negros. Ese año, pedí un telescopio para mi cumpleaños, pero mis papás me regalaron las calcomanías. Dijeron que el telescopio era muy caro. Al principio me decepcioné, pero de a poco les fui agarrando cariño. Ahora, sentado en la cama, soy feliz cuando miro a mi alrededor y veo el manto negro del espacio y las brillantes lucecitas que, en realidad, son de estrellas que probablemente ya estén muertas, debido a la larguísima distancia que debe recorrer la luz para llegar hasta mi pieza. Me siento orgulloso de reconocer todos los planetas, e incluso algunas estrellas, aunque en la escuela me cuido de no demostrar mi interés en el tema, porque puede ser motivo de burla. Finalmente, vuelvo a acostarme y cierro los ojos, aunque las luces de los planetas se van apagando de a poco, y se mantienen un tiempo dentro del campo de visión de mi mente tapada por los párpados.

Al rato me despierto, y me doy cuenta de que estoy volando a una gran velocidad. La cama atraviesa el techo como si fuera líquido, y se eleva majestuosamente sobre la ciudad. Me doy vuelta y miro las lucecitas de las casas, cada vez más chiquitas, cada vez más lejanas, hasta que el contorno de la ciudad se empieza a desdibujar. Aparece un río, después otro, después el mar, y en ese momento me vuelvo a dar vuelta: estoy en el espacio exterior. La cama ahora está quieta, flotando en la oscuridad, y yo tengo remos en las manos. Me pongo a remar, y avanzo lentamente por el espacio. Estoy re contento. Siento el viento en mi cara y respiro el aire límpido de la Vía Láctea, hasta que me doy cuenta de que estoy muy indefenso. ¿Y si se desata una lluvia de asteroides? ¿Cómo voy a poder esquivarlos? Pero luego veo, a lo lejos, otra cama habitada por una nena. Un poco más alejado se encuentra un nene, sin cama, nadando plácidamente sobre la nada. Entonces me tranquilizo: debe ser la zona de juegos del cielo.

2018

El festival arrancó tarde, como todos los festivales. Con los chicos hicimos previa desde temprano en una de las plazas cercanas. Tomamos cerveza y vino, y a eso de las seis empezamos a patear para el predio, pero la primera banda sube recién a las once. Uno ya está acostumbrado. Yo creo que lo hacen a propósito, porque saben que el escabio se te termina yendo del cuerpo, y que vas a tener que comprarle a ellos. La botella chiquita de cerveza sale ochenta mangos. Con dolor pago una y me la tomo lo más rápido que puedo. No está ni muy rica ni muy fría. Cuando está terminando la primera banda, que hace un indie folk no muy original, me dan muchas ganas de mear.

Vos sabés cómo es. Cuando estás tomando birra podés aguantar horas sin mear. Pero una vez que vas por primera vez, fuiste. Vas a ir cada quince minutos. Sabiendo esto, una vez que salgo del baño químico me quedo de ese lado del campo. Al poco tiempo, me dan ganas de mear de nuevo. Entro al mismo baño, porque ya estoy seguro de que, dentro de todo, no está tan feo. Adentro  me entran ganas de cagar, no muchas, pero ya estoy ahí, así que me siento y me pongo a leer las inscripciones en fibrón de la puerta. ¿Quién lleva un fibrón a un recital? No sé, pero, gracias a eso, me divierto durante dos minutos. “Chupo verga venosa”, dice una de las frases, y agrega un número de teléfono. “Brian Ramírez sidoso”, dice otra con mucho tacto.

Cuando salgo, la banda ya terminó de tocar, y la otra banda ya está empezando a hacer la prueba de sonido. Tengo que encontrar a los pibes, digo, y casi inmediatamente me dan ganas de mear. La puta madre, pienso. Voy de nuevo al mismo baño, y cuando entro creo ver un halo de luz que sale desde adentro del inodoro. No le doy importancia y meo lo más rápido posible.

Cuando quiero tirar la cadena, está muy dura. Lo intento un par de veces, y al tercer intento puedo forzarla. Inmediatamente suena una trompeta que me aturde, y desde adentro del inodoro empiezan a salir monedas de oro. Siento como el suelo tiembla y el baño químico se eleva. La sacudida me hace caer, y no alcanzo a ver nada hacia afuera. No sé si el baño se elevó solo o si alguien se lo está llevando. Pero sigue subiendo, de forma tosca, como si se estuviera arrastrando por una escalera. Empiezo a golpear la puerta con todas mis fuerzas, pero es inútil.

De repente todo parece estabilizarse. Las turbulencias desaparecen, y el baño parece deslizarse con suavidad a través del aire. Afuera ya no se escucha música. Sólo siento una fresca brisa que, de alguna forma, entra en el baño y llena mis pulmones de energía. El viaje dura unos cuarenta y cinco minutos. Sé que suena raro, pero no me aburro. Me siento feliz e idiota, como si me hubieran extirpado el cerebro y sólo me quedaran los ojos y los oídos.

Finalmente, el baño químico aterriza. Abro con miedo la puerta y bajo a la superficie. Estoy descalzo, y estoy pisando una nube. Me alejo un poco y miro hacia atrás. Mi baño químico refulge por delante de una hilera infinita de baños químicos que flotan sobre las nubes. Algunos son verdes, otros naranjas, algunos tienen el plástico más reforzado que otros, todos tienen la misma elegancia. En ese momento me doy cuenta de que mi campo de visión es más amplio que nunca, casi de 360°, como el de las águilas. Me recuesto con suavidad en mi pequeña nube y pienso en aquel sueño de cuando era chico, que siempre recordé tan nítido. Mi pieza, los planetas y las estrellitas, mi cama flotando en el cielo. Todavía tengo esas calcomanías, las guardo en una caja en el fondo del ropero.

Ahora ya no sé si era un sueño o si era el cielo. Tampoco sé si esto es un sueño o es el cielo. Pero no importa: es mío.[/vc_column_text][/vc_column_inner][vc_column_inner width=”1/6″][/vc_column_inner][/vc_row_inner][/vc_column][/vc_row]

#CUENTOS #NARRATIVA #RELATOS

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