Por Jorgelina Di Iorio* y María Pía Pawlowicz*
Los consumos de sustancias psicoactivas se definen como un fenómeno complejo y multidimensional que se configuran de modos diversos según el sector social, el momento histórico, las condiciones socio-políticas, la etnia, el género, las identidades y expresiones de género. Dichas intersecciones no sólo constituyen, sino que estructuran el proceso salud-enfermedad-atención referido a las situaciones de consumo. Desde el punto de visto epidemiológico, los patrones de consumo de sustancias presentan diferencias por géneros, no sólo porque la construcción social de los géneros condiciona las prácticas, sino porque también afectan las maneras de definir lo que se considera o no como problemas asociados, así como el diseño e implementación de programas de atención.
En América Latina, hay aproximadamente 5,5 millones de personas que usan drogas ilegales no inyectables, siendo relativamente bajo el número de personas que se inyectan drogas comparado con otras regiones (Di Iorio, Ahumada & Beaven, 2020). La tasa de consumo de cocaína y sus derivados (los cuales comúnmente no son inyectables) en la región está entre las más altas del mundo. En parte esto responde a que la producción de cocaína y sus derivados de la coca prevalecen en América del Sur, específicamente en Bolivia, Colombia y Perú, que son responsables de prácticamente todo el cultivo de hoja de coca en el mundo (HRI, 2020). El producto intermedio en la producción de cocaína conocido como basuco, paco, pasta base u oxi es de mayor prevalencia que los opiáceos en Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, Paraguay, Perú y Uruguay (Cortes & Metaal, 2019). Al tratarse de una alternativa más barata a la cocaína en Sudamérica, las personas que usan pasta base (como aquellos que consumen cocaína crack), son usualmente grupos socialmente marginalizados y estigmatizados, que enfrentan muchas más barreras de acceso a servicios de salud y programas de reducción de daños en comparación con otras personas.
En ese marco, la prevalencia de mujeres que usan drogas en América Latina tiende a aumentar en los últimos años, y se estima que representa un 20% de ese total (UNODC4, 2020). Sin embargo, no puede estimarse con precisión el dato porque los consumos de las mujeres y las comunidades LGTIBQ+ se encuentran subregistrados como consecuencia de la criminalización y por el temor a las sanciones morales que responden a los mandatos hegemónicos de género. Esto coloca a las mujeres y disidencias frente a mayores riesgos y menor acceso a los programas, ya que esto afecta la construcción de vínculos de confianza con profesionales de la salud y de otros programas.
“Las políticas de drogas en la región se encuentran hegemónicamente dominadas por enfoques punitivo-represivos que se organizan bajo el paradigma de la guerra contra las drogas”.
Las políticas de drogas, tanto de control de la oferta como las de tratamiento y promoción de la salud, se encuentran hegemónicamente en la región dominadas por enfoques punitivo-represivos que se organizan bajo el paradigma de la guerra contra las drogas. De manera muy general, dicho paradigma se sustenta en los principios de eliminación de la producción, comercialización y uso de cualquiera sustancia psicoactiva considerada ilegal. Se configura una matriz prohibicionista-abstencionista, que no se limitó a generar respuestas de control a la producción y el tráfico, sino que incluyó a las personas que usan drogas, las que quedan definidas bajo el argumento delincuentes-enfermos, incapaces de cuidar de sí mismos o de cuidar a otros (Corda, Galante y Rossi, 2014). Si bien en América Latina se registraron avances legislativos y sociales, a partir de los movimientos generados por la sociedad civil y las organizaciones sociales que vislumbraron una modificación de dicha perspectiva, durante los últimos años se observó una regresión hacia políticas de drogas más punitivas en toda la región (HRI, 2020). Resulta importante resaltar que esta misma matriz, que durante la década de los 90 retrasó las respuestas estatales para disminuir la transmisión del VIH, es la que en la actualidad también obtura la plena implementación de programas de reducción de riesgos y daños para abordar los problemas asociados a los usos de drogas, así como la que opera como resistencia para la inclusión de enfoques de género para definir y abordar integralmente dicho campo de problemas desde una perspectiva de derechos.
LAS VIOLENCIAS DE LAS POLÍTICAS DE DROGAS SOBRE LAS MUJERES Y COMUNIDADES LGTBIQ+
La percepción social dominante encadena conceptualmente droga-delito-inseguridad ciudadana, legitimando mecanismos de control encarados desde los Estados (por ejemplo, tratamientos compulsivos, represión penal, judicialización, medicalización) o inscriptos en acciones de la vida cotidiana, en ambos casos fundadas en representaciones sociales. Siguiendo a Touzé (2006), encuentran de este modo justificación prácticas discriminatorias y estigmatizantes claramente violatorias de los derechos de las personas que usan drogas. Las consecuencias negativas de ese paradigma impactan de manera particular sobre las vidas de las mujeres y comunidades LGTBIQ+. La doble estigmatización (ser mujeres y ser usuarias de drogas) y la representación de las usuarias como “mujeres fracasadas” (Arana y Germán, 2005) genera que reciban mayor condena social, mayores sentimientos de culpa y vergüenza, así como ocultamiento de sus prácticas de consumo.
Las consecuencias negativas del control se expresan también en mayores barreras para acceder a los programas, así como también a un mayor desconocimiento de sus necesidades y derechos específicos.
En América Latina, son múltiples los modos en los que se expresa la relación violencias-drogas-mujeres. De modo hegemónico suelen reducirse, sin que eso le reste magnitud al problema, a las violencias sexuales o violencias domésticas asociadas a las prácticas de consumo. Pero se registran expresiones propias de la región asociadas a las violencias estructurales, vinculadas a la producción y al mercado de las drogas, las cuales configuran otras dimensiones del problema.
Son las violencias estructurales, en términos de dificultades económicas y ausencia de oportunidades de trabajo bien remunerados, los principales factores que motivan a la participación de las mujeres en la producción y en la venta de drogas. Esto frecuentemente las convierte en el principal sostén financiero, ya que, a su vez, genera que las mujeres alcancen cierta independencia económica de sus parejas. Las mujeres particularmente desempeñan un papel importante en el cultivo de coca en países como Colombia, Perú y Bolivia. Si bien también se registra una falta de precisión en la información disponible debido al doble rechazo del que son objeto las mujeres, se estima que en los últimos años ha aumentado la participación de las mujeres considerablemente y esto se infiere a partir del aumento de las mujeres privadas de su libertad o en contacto con el sistema penal (WOLA, 2016, Chaparro, Pérez Correa y Youngers, 2017). Resulta necesario distinguir que, a diferencia de los varones, las mujeres participan de los eslabones menores en la cadena de tráfico, y son las que tienen mayor número de encarcelamientos. El encarcelamiento de las mujeres durante largos periodos de tiempo, puede dar lugar a que sus hijos e hijas sin son menores de 5 años tengan que acompañarlas a la cárcel, dependiendo de la edad, ingresen al sistema de protección de infancias o puedan terminar en situación de calle. Esto configura otros de los modos en que se ejercen las violencias sobre las mujeres.
Se estima que se produjo un aumento del consumo de sustancias entre las mujeres y las comunidades LGTBIQ+, tanto en América Latina como a nivel mundial (UNODC, 2020)
Como mencionamos anteriormente, se estima que se produjo un aumento del consumo de sustancias entre las mujeres y las comunidades LGTBIQ+, tanto en América Latina como a nivel mundial (UNODC, 2020). Sin embargo, como parte de las consecuencias negativas de las políticas punitivas, no reportan sus consumos como una forma de cuidado frente al temor a ser arrestadas y/o juzgadas por sus prácticas.
Cabe señalar que la mayoría de las mujeres que usan sustancias, lo hacen ocasionalmente, y/o sin problemas. Es decir, que muchas mujeres consumen drogas sin requerir tratamiento por su consumo. Son aquellas que lo hacen en entornos socioeconómicos más desfavorables quienes se ven más afectadas, lo que no significa que las prácticas de consumo estén motivadas por las condiciones de pobreza o vulnerabilidad.
En Argentina, tal como lo marca la tendencia mundial señalada, también hay una tendencia de aumento del consumo de sustancias entre las mujeres.
A partir de los datos del último Estudio Nacional sobre consumos de sustancias en población general (SEDRONAR, 2017) se evidencia que entre las mujeres el consumo de “alguna droga ilícita” aumentó del 3,6% en el año 2010 al 8,3 % en 2017. Si lo observamos para el cannabis, se triplicó (de 4,7% en 2010 a 13,9% en 2017) y para el uso de cocaína se triplicó en el mismo período (de 0,8% en 2010 a 2,6% en 2017).
Algunos estudios (SEDRONAR, 2017; Parga y Altamirano, 2011; Tajer y otras, 2014), muestran que las mujeres usuarias tienen menos acceso a los servicios de salud. No sólo reportan menos la necesidad de tratamiento, sino que también acceden menos que los varones. Los datos oficiales del último Estudio Nacional mencionado de 2017, dan cuenta de que mientras que entre las mujeres que buscaron ayuda profesional, sólo el 35,8% obtuvo acceso a un tratamiento, mientras que entre los varones ese acceso asciende al 59,2%.
Entre las dificultades para demandar atención se encuentran las cargas familiares de cuidados de otrxs, la percepción de no ser consideradas en los tratamientos, el temor a la pérdida de lxs hijxs, o el abandono por parte de sus parejas. Por supuesto, estas situaciones se agravan cuanto más vulnerables son las mujeres a nivel social (Arana y Germán, 2005).
Las mujeres que usan drogas son especialmente vulnerables a las infecciones de transmisión sexual (ITS), al VIH y a otros virus de transmisión sanguínea (BBV) (Medina-Perucha, Family, y Scott, 2019). Estos riesgos sexuales son más frecuentes entre las mujeres debido a las desigualdades de género y a la violencia de género contra ellas, que las expone a prácticas sexuales de riesgo. Las mujeres también corren un mayor riesgo debido a su mayor participación en las relaciones sexuales transaccionales por alojamiento, protección, sostenimiento económico o por drogas. Asimismo, es más probable que sean víctimas de violencia sexual por parte de sus parejas o que sean víctimas de explotación sexual. Además de las vulnerabilidades a las que se exponen por cuestiones de género, se suman las vulnerabilidades por edad, las cuales se expresan mayoritariamente en las dificultades de acceso a los servicios de salud. No solo comenzar a usar drogas a menor edad aumenta los riesgos físicos, psicológicos, sociales y legales, sino que también tienen menores habilidades y herramientas para gestionar los riesgos y aumentar cuidados en relación con sus consumos.
La situación es grave para aquellas mujeres que usan drogas y están embarazadas o ejercen la maternidad (Díez y otros, 2020). La proliferación de mitos sobre la crianza y la maternidad, así como malas interpretaciones de los datos sobre el embarazo y el consumo de drogas contribuyen a crear un entorno en el que las mujeres están sometidas a la desinformación, y por lo tanto a un aumento de los riesgos. El estigma creado por este entorno impide que los profesionales de la salud se comprometan de forma significativa con las mujeres que consumen drogas, desincentiva a las mujeres a mantener conversaciones abiertas sobre sus prácticas de consumo durante el embarazo o la crianza, aumentando los riesgos para las mujeres. La ausencia de una perspectiva de género redunda en naturalizar el mandato patriarcal de “cuidado de otras personas” por sobre el “cuidado de sí” que termina invisibilizando lo que Setíen y Parga (2019) llaman “estrategias biopolíticas de encauzamiento” de las conductas desviadas del ideal de ser “buenas madres” y “buenas mujeres”, mediante el disciplinamiento ejercido desde la tríada familia-sistema sanitario-sistema judicial.
El estigma y la discriminación afecta particularmente a las mujeres y comunidades LGTBIQ+ y resultan más afectadas por las consecuencias de las políticas de control de drogas. Como se fue relatando, son múltiples los factores estructurales, culturales e ideológicos hacen que las mujeres sean especialmente vulnerables a los problemas sociosanitarios asociados a las drogas, los cuales no se restringen sólo a los consumos de sustancias.
La accesibilidad a los servicios se ve obstaculizada por la violencia estructural y la estigmatización, que resultan de las normas y actitudes sociales patriarcales, y que pueden verse agravadas por otras identidades como la etnia, la clase social y la sexualidad.
“En un estudio realizado en tres provincias de Argentina (Pawlowicz y otros, 2019) tanto profesionales de la salud como personas trans entrevistadas y que participaron de grupos de discusión mencionaron el no reconocimiento de las identidades de género como uno de los principales obstáculos que persisten sobre la accesibilidad y la permanencia en los servicios de salud”.
Considerando a las comunidades LGTBIQ+, si bien en Argentina la sanción de la Ley 26.743 de Identidad de Género en 2012 fue un hito en materia de ampliación de derechos y permitió una mejora en la aceptación social y empoderamiento del colectivo trans, lo que se manifestó también en un mejor y pronto acceso a los servicios de salud; no obstante, situaciones de burlas y discriminación siguieron produciéndose en relación al personal de salud y otres usuaries (Arístegui y Zalazar, 2014). En un estudio realizado en tres provincias de Argentina (Pawlowicz y otros, 2019) tanto los y las profesionales de la salud como las personas trans entrevistadas y que participaron de grupos de discusión mencionaron el no reconocimiento de las identidades de género como uno de los principales obstáculos que persisten sobre la accesibilidad y la permanencia en los servicios de salud, lo que deviene en prácticas discriminatorias como llamarles por el nombre que figura en el DNI, internaciones en salas que no se corresponden con su género autopercibido, esperar en exceso e, inclusive, evitar su atención.
Como decíamos previamente, las expectativas patriarcales arraigadas sobre las mujeres, tales como el ser cuidadoras, son un elemento fundamental de las barreras a los servicios.
Algunos estudios muestran cómo persisten los estigmas y la discriminación hacia las mujeres y diversidades por parte de ciertos profesionales de la salud. En el caso de las mujeres embarazadas y puérperas usuarias de sustancias, se complejiza la situación.
En un estudio multicéntrico en que se entrevistó a mujeres embarazadas y puérperas (Díez y otras, 2020) las mujeres adhirieron mayoritariamente a representaciones sociales que connotaban juicios de valor negativos respecto a las 5 Vale aclarar que comprendemos la accesibilidad a los servicios de salud y otras instituciones que asisten a estas poblaciones es centralmente una dimensión relacional y vincular (Comes, 2004), atravesada por contextos institucionales particulares. 5 mujeres que siendo madres consumen sustancias psicoactivas. Que ellas mismas adhieran a estas creencias resulta en una autopercepción negativa cargada de culpa y reproches asociada al temor a ser denunciadas, a no recibir atención y a ser discriminadas como castigo por sus prácticas. Nótese, justamente, cómo el estigma experimentado y anticipado también puede conducir a una autoestigmatización. Cuando el estigma se interioriza produce baja autoestima y autovaloración, lo que crea una sensación de no merecer atención ni cuidados, promoviendo prácticas de rechazo hacia la búsqueda de atención.
A MODO DE CIERRE: ALGUNAS PISTAS PARA PENSAR DESDE LA PERSPECTIVA DE GÉNERO
Como se fue desarrollando a lo largo de los apartados, las actuales políticas de drogas en la región basadas en la lógica del castigo, tienen consecuencias negativas para la vida de las mujeres y comunidades LGTBIQ+ así como para sus familias. Su ineficacia además se traduce en la vulneración de derechos.
Incluir la perspectiva de género en las políticas y los programas implica entender las diferencias, comprendiendo cuáles son las condiciones que hacen que las mujeres y las diversidades sexuales vivan situaciones de desigualdad injustas.
“Se requiere crear programas de formación sobre estigma y discriminación hacia mujeres y comunidades LGTBIQ+ que usan drogas, prestando especial atención a que las mujeres embarazadas o madres no sean discriminadas por sus prácticas de consumo”.
Para esto sería necesario generar investigaciones sobre los diferentes modos en que las mujeres participan de los problemas asociados a las drogas (producción, venta, uso), distinguiendo los efectos diversos en sus experiencias y trayectorias de vida, e identificando los potenciales daños que las actuales políticas de drogas producen. También se requiere crear programas de formación sobre estigma y discriminación hacia mujeres y comunidades LGTBIQ+ que usan drogas, prestando especial atención a que las mujeres embarazadas o madres no sean discriminadas por sus prácticas de consumo.
En el mismo sentido, resulta necesario promover que puedan acceder a servicios de tratamiento y de reducción de daños sin temor a ser arrestadas o discriminadas por sus prácticas de consumo; y comprometerse en una fuerte transformación de los modelos tradicionales y punitivistas de atención a las mujeres y diversidades que atraviesan situaciones de consumos problemáticos, para profundizar el tránsito hacia dispositivos y enfoques comprometidos con un enfoque de derechos que incluyan y promuevan la perspectiva de género. En ese escenario, la función de los equipos es central para ampliar la escucha, acompañar las decisiones informadas, y reconocer los diferentes modos de consumo de sustancias siempre situados en coordenadas espacio-temporales y socio-históricas particulares (Goltzman, P. 2018).
Finalmente, es importante señalar la centralidad de la participación activa de las organizaciones de mujeres y comunidades LGTBIQ+ que usan drogas en el diseño e implementación de programas y servicios, y en las instancias de formación y capacitación, reconociéndoles en la práctica su rol activo en las luchas por la equidad.
*Jorgelina Di Iorio es Dra. en Psicología. Coordinadora del área de Intervención de Intercambios Asociación Civil (Argentina).
*María Pía Pawlowicz es Licenciada en Psicología y Máster en Salud y Ciencias Sociales. Coordinadora del Área de Investigaciones de Intercambios Asociación Civil (Argentina).
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