Un día como hoy, hace 53 años, se publicó The Piper at the Gates of Dawn (El flautista a las puertas del alba), el primer disco de Pink Floyd. Solemos asociar a Pink Floyd con las atmósferas lujosas y envolventes de los sintetizadores de Rick Wright, el tono seductor de guitarra de David Gilmour y los devaneos conceptuales de Roger Waters. Pero al principio, Pink Floyd era una banda muy diferente. Waters no componía, Gilmour no estaba, y el capitán del barco era Syd Barrett, un muchacho un poquito delirante que compuso algunas de las canciones más psicodélicas jamás grabadas.
El mito de Syd es relativamente conocido. Fanático del R&B y del blues, se unió al grupo The Abdabs, en el que tocaban Waters, Mason y Wright, desplazó al guitarrista principal Bob Klose y propuso que el grupo se cambiara el nombre a The Pink Floyd Sound, en memoria de dos legendarios músicos de blues: Pink Anderson y Floyd Council. Ya con el nombre abreviado, Pink Floyd saltaría a la fama en 1967 con sus primeros singles, See Emily Play y Arnold Layne, que combinaban melodías pegadizas dignas de los Beatles con cambios de tiempo repentinos, secciones musicales extravagantes, efectos de sonido marcadamente psicodélicos y letras que le escapaban a las temáticas convencionales (Arnold Layne fue la primera canción de la historia del rock en hablar de travestismo; su protagonista tenía como hobby robar vestidos de mujeres de los tendederos y probárselos frente al espejo, y le quedaban bien (“they suit him fine”)).
En ese mismo año grabarían su disco debut, y pronto empezaría el espiral de locura de Barrett. Algunes afirman que su consumo desenfrenado de LSD lo catapultó a la psicosis: Rick Wright, sin ir más lejos, dice que tuvo una sobredosis un fin de semana y, a partir de allí, no volvió a ser el mismo. “Estaba en otro lugar”, afirma. La realidad es que Syd nunca fue diagnosticado, y puede haber tenido una predisposición a la esquizofrenia que haya sido disparada por el LSD, en una época marcada por ese tipo de excesos. El LSD era una droga nueva, y no circulaba demasiada información. A pesar de sus potencialidades, de los esfuerzos de Albert Hoffman, su creador, por fomentar su investigación, y de las opiniones positivas de ciertos referentes de la contracultura como Aldous Huxley o Stanislav Grof (o quizás no a pesar de, sino justamente gracias a todo eso), en 1962 el gobierno de Estados Unidos había prohibido su uso clínico; sin embargo, se seguían permitiendo las investigaciones a cargo de la CIA y del ejército. Con la popularidad creciente del ácido en los ámbitos de la contracultura se produjo una ilegalización progresiva. En 1965 se penalizó la producción ilegal y la venta y en 1968 se ilegalizó la posesión. Toda esta movida se vio acompañada de una enorme campaña periodística que denunciaba los peligros del consumo de LSD con ejemplos ridículos como el de dos hippies que, estando bajo los efectos del cartón, se acostaron a mirar el sol directamente y terminaron quedando ciegos. La esquizofrenia de Syd sirvió para apuntalar este relato, a pesar de que, precisamente, el consumo irresponsable de la juventud durante el “verano del amor” fue posible gracias a la desinformación, producto de haber decidido recurrir a penalizar una sustancia nueva en lugar de investigar sus posibles beneficios y peligros.
Pero si el LSD disparó las tendencias más peligrosas en la psiquis de Syd, también funcionó (al menos hasta antes de que se limara del todo) como un tamiz ideal para su creatividad. Porque lo cierto es que The Piper at the Gates of Dawn es un disco maravilloso, publicado en 1967, el año de la explosión. El rock venía avanzando a paso tímido pero firme, desligándose cada vez más de su pasado rockabilly, incorporando elementos de otros géneros y latitudes (como el jazz, la música clásica o la música india) y generando un sonido propio. En 1967 todas estas tendencias se mezclan y estallan en mil direcciones nuevas, como un verdadero big bang musical que modificó por completo el rumbo de la música. Los Beatles con Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, Jimi Hendrix con Are you experienced?, los Doors con su disco homónimo, The Velvet Underground con The Velvet Underground & Nico, fueron algunos de los discos cumbre de ese maravilloso año. Y The Piper at The Gates of Dawn nada en las mismas aguas, mostrando quizás el lado más lunático, más salvaje y más experimental de la psicodelia.
¿Cómo describir a The Piper? Es una mezcla de muchas cosas. Melodías totalmente enreveradas, que por momentos son totalmente infantiles, por otros parecen deleitar nuestra sensibilidad más pop y luego, al instante siguiente, agarran para un lugar incomprensible y escalan hacia puntos donde no hay retorno. Guitarras abrasivas que aparecen y desaparecen, repletas de distorsión, de feedbacks y de cacofonías. Deliciosos pianos jazzeros que se ven interrumpidos por chillidos. Matices por todos lados, ruiditos que decoran las canciones hasta que pasan a ser la canción misma, y unx se pregunta si en realidad habrá una canción detrás de toda esta arquitectura de sonidos extraños. Suena extravagante aún hoy, y no puedo ni imaginar lo que habrá sido escuchar esto en 1967.
Las letras tienen bastantes referencias al espacio exterior, pero, por sobre todas las cosas, suenan infantiles, sacadas de un cuento de hadas. Y es que en el fondo The Piper at the Gates of Dawn es un hermoso y delirante cuento de hadas, y este es, para mí, su rasgo más atrayente. Syd era un niño, y sus canciones, por más que hagan referencias a la Vía Láctea o al I Ching, no dejan de apelar a la infancia, al juego, a la locura propia de un niño que está descubriendo el mundo.
Al fin y al cabo, ¿no es ese el efecto del LSD? ¿Devolvernos por un rato al universo que habitan lxs niñxs? Por eso hay una canción dedicada a un gato (Lucifer Sam), otra que muestra a una madre narrándole cuentos a su hijx (Matilda Mother), otra que es una fábula sobre un gnomo (The gnome) y otra que narra la historia de un espantapájaros (Scarecrow). El disco culmina con Bike, que también está impregnada de infancia, y es una de las canciones de amor más bellas que conozco. “Tengo una bicicleta, te podés subir si querés. Tiene una canasta, una campanita y muchas cosas que quedan lindas. Te la regalaría si pudiera, pero la pedí prestada”. “Sos el tipo de chica que encaja en mi mundo”, canta Syd, y sigue enumerando las cosas que posee y que le regalaría a su amada: una capa, un ratón y un ejército de hombres de jengibre. En la estrofa final, Syd la invita a una sala “llena de tonos musicales”. “Vayamos a la pieza de al lado y pongámoslos a funcionar”, dice, y el disco cierra con los sonidos que pusieron a funcionar Syd y su chica: una serie de sonidos extravagantes que parecen pájaros hechos de engranajes, o bien engranajes hechos de pájaros.
Ilustración de Adriel Radovitzky
Luego de la publicación de The Piper at the Gates of Dawn, la historia de Syd pasó a ser una historia decididamente triste. Convertido en niño por completo, solía tomarse cada ensayo en broma: caía con canciones nuevas y, cuando se las mostraba a sus compañeros de banda, cambiaba los acordes en cada nueva repetición. Lo terminaron echando. Grabó dos discos como solista y luego se retiró a la casa de su madre, donde se aisló por completo y no quiso saber nada más con su pasado, rechazando todas las entrevistas que le querían hacer. “Tiene una vida común”, declaró su hermana en 1988. “Ya no toca instrumentos musicales. Su carrera musical es una parte de su vida que ahora prefiere olvidar”. Se dedicó al reposo y a la pintura, último refugio de su creatividad, hasta que falleció en 2006. De Syd nos queda su póster en nuestras paredes, vestido con ropas estrafalarias y holgadas, su mirada triste y la música que nos regaló en esos poquitos años en los que quiso regalarnos música; el resto de su vida, se la guardó para sí mismo.