Hace unas semanas una mujer me contó una situación de su vida cotidiana. Viene hablando hace un tiempo con un hombre y, dado que la pandemia prescribió la norma de distanciamiento social, chatean. También se mandaron fotos. Incluso algún video. En este punto, de acuerdo con una intensidad creciente, ella le propuso verse. Sí, lo invitó a “romper la cuarentena”.
Se trata de dos personas que viven a unas pocas cuadras uno de otro. No seré quien de argumentos a favor o en contra de esta invitación, me interesa analizar un fenómeno subrepticio. Escribo como psicoanalista, por lo tanto reservo mi opinión personal sobre este tipo de eventos; quisiera detenerme en la respuesta del hombre: se niega. Le dice que vive con su padre, que teme enfermarlo si acaso él se contagiase.
Cuando esta mujer me cuenta el episodio, me dice que no aceptar su respuesta. Deja de hablarle. Puede entender su preocupación, pero algo se rompió para ella después de esa negativa. Piensa algunos escenarios contrafácticos: si vivimos a tan pocas cuadras, ¿qué diferencia hay entre ir al chino y venir a mi casa? Lo mismo podría contagiarse en las góndolas de la farmacia. Es más, “para ir hasta un cajero tendría que pasar frente a mi casa”, dice. Ella no acepta su respuesta, porque no puede creerle.
Mientras la escucho, recuerdo una canción que dice: “Inútil es que lo digas y que lo repitas, que apiles tus razones y que luego insistás, porque éste es mi punto de vista”. Es lo que ocurre en este caso, como en cualquier otro en que los motivos vienen a justificar algo que no se dice. Ella no puede creer en su palabra porque piensa que si él hubiera querido, habría ido.
En el contexto actual de difusión de un virus pareciéramos vivir en una relación con la muerte muy particular, como potencialidad, que se expresa en esta culpa siempre latente y en el temor de contagio a otros.
Luego de nuestra conversación, yo me quedo pensando en un caso de Freud, el de una mujer que asiste no a un padre que está en grupo de riesgo, sino a uno que agoniza en su lecho de muerte y, en ese momento, un hombre la invita a pasear. Pienso primero que a veces darse la mano con otra persona puede ser algo más erótico que un encuentro sexual, quizá sea el germen de toda la sexualidad; pero no quiero distraerme. Pienso en la paciente freudiana, que sale a caminar y, cuando regresa, encuentra al padre en un peor estado. Se lo reprocha. Esta mujer actuó un deseo del que se arrepintió. Mientras que en el caso del hombre se trata más bien de una culpa inespecífica, relacionada con una condición del estilo “si pasa tal cosa”. En el contexto actual de difusión de un virus pareciéramos vivir en una relación con la muerte muy particular, como potencialidad, que se expresa en esta culpa siempre latente y en el temor de contagio a otros.
Esta relación entre culpa y contagio pareciera necesitar algún tipo de aclaración. Al escribir estas líneas pienso en otro caso de Freud, ese muchacho que no podía tener una experiencia sexual sin pensar que eso ocasionaría la muerte del padre. La relación entre muerte y sexualidad es el ABC del psicoanálisis, aunque en la época de Freud diría que se vinculaban de un modo diferente al nuestro. Los pacientes freudianos padecían los efectos mortificantes de lo erótico. Los ejemplos que mencioné lo demuestran. Mientras que hoy en día me pregunto si no vivimos más bien en una época de erotización de la muerte.
Esta última observación lleva a explicar cómo vivimos el contagio del modo en que lo hacemos. En la época de Freud, época de la sífilis, la gonorrea y otras enfermedades de transmisión sexual, muchas de ellas letales, el contagio implicaba un erotismo. Por cierto, la relación entre sexualidad y contagio era tan estrecha que la más básica de las fantasías sexuales se interpretaba en esos términos: ¿que implicaba el miedo a quedar embarazada si no que un hombre le había contagiado algo a una mujer? Todavía hay personas que cuentan que en su pre-pubertad pensaron que podían quedar embarazadas por un beso. Recientemente un muchacho con un retraso mental leve me contó que se había masturbado y no se había lavado bien las manos y luego se había metido un dedo en la boca, ¿no podría quedar embarazado? Si bien ésta no es la época de Freud, todavía quedan algunos pacientes freudianos.
En términos generales, creo que esta situación podría decirse que se extendió hasta la época del HIV. No en un primer momento, cuando se trataba de un virus que podía llevar a una enfermedad mortal. Sin embargo, en estos últimos años no fue raro para mí escuchar casos de varones para los que la posibilidad del contagio estaba erotizado. Por cierto, escuché expresiones muy comunes a las de los adolescentes que no se cuidan y deciden correr un riesgo (como forma de excitación): “Probamos un poquito sin forro y después se lo puso”, “Hicimos X, pero no acabó”, entre otras.
No es un tema en el que quiera detenerme en este momento, pero cuando se trata de varones homosexuales, creo que sería interesante preguntarse si en ciertos casos puntuales el temor al contagio no es una suerte de equivalente erótico de la fantasía de embarazo.
Ahora bien, con el coronavirus tengo la impresión de que ocurre algo diferente. De alguna manera es cómo si el contagio hubiera perdido esa dimensión erótica y, por lo tanto, se hubiera convertido en vía de transmisión de muerte. Por eso creo que la culpa con que se vive es tan grande y, al mismo tiempo, se produce esa equivalencia implícita entre exposición-contagio-enfermedad-muerte. Asimismo, por esta vía es que el eje se desplaza del miedo a contagiarse hacia el miedo a contagiar.
¿por qué no nos estamos cuidando o, al menos, lo hacemos mal? ¿Por qué las personas se cuidan más de un encuentro sexual que de ponerse de manera adecuada un tapabocas en la calle o al entrar un negocio?
Pensar estas cuestiones para mí es importante, para responder a una pregunta que me hago en estos días: ¿por qué no nos estamos cuidando o, al menos, lo hacemos mal? ¿Por qué las personas se cuidan más de un encuentro sexual que de ponerse de manera adecuada un tapabocas en la calle o al entrar un negocio? En la época de la erotización de la muerte, el deseo perdió su potencia y alcanza con creer que evitar el sexo es una vía de cuidado. En el resto de la vida, sólo se practican actitudes defensivas: limpiar, desinfectar, etc., que estarían muy bien si no fueran meramente reactivas. ¿Qué quiere decir esto? Que con el tiempo las personas se cansan de hacerlo o lo empiezan a hacer a medias, es decir, de una manera que no tiene mucha eficacia.
En la época de los efectos mortificantes de la sexualidad, que esta última estuviese en los más diversos recovecos de la vida social, despertaba fantasías: si le doy la mano a alguien, ¿me puedo contagiar? Llevó años que algunas personas dejaran de creer que tomar mate con un portador de HIV no llevaba a contraer el virus. En nuestra época, la ecuación se invierte: la erotización de la muerte, lleva a una anulación del sexo, como si el virus estuviera solamente ahí. Dicho de otro modo, la erotización de la muerte es la última etapa de represión de la sexualidad en Occidente. Si voy al chino con un barbijo puesto más o menos, si salgo a caminar con mis hijos, creo que estoy más a salvo que en el encuentro sexual con otra persona. La conclusión es inmediata: el virus es el otro, el virus no es sexual, se desexualiza, no puede entrar en una elaboración sexual y, por ejemplo, producir fantasías, es muerte que pasa de un cuerpo a otro.
Esta última consideración me hacer recordar el caso de un muchacho que durante años tuvo fantasías de contagio de HIV. Con el inicio de la cuarentena, no dejó de verse con otras personas, pero ya no pensó más en este contagio, sino en contraer coronavirus. Podría pensarse que hubo un intercambio de temores, pero más bien creo que se trata de un cambio de registro. Su preocupación actual no admite escenas lúdicas, no habilita la transgresión. No digo que la transgresión sea buena, sí digo que esta última era propia de la época de los efectos mortificantes de la sexualidad. Hoy en día, la erotización de la muerte lleva a una expectativa de control que concluye en sancionar que el deseo es malo. La pregunta que a mí me surge en este punto es ¿podríamos pensar en salvar la vida sin tener en cuenta el deseo?
¿Tan deserotizados estamos que es necesario que en un noticiero no sólo se recomiende la vida sexual, sino que hasta se lo haga con ese énfasis ofensivo?
Sobre ninguno de estos temas tengo opiniones definitivas. Es más, creo que apenas tengo preguntas que quizá no estén planteadas del modo más correcto. Es el riesgo de pensar una situación al mismo tiempo que ocurre. Sí pienso con preocupación que el otro día en la televisión haya aparecido un protocolo para relaciones sexuales de pareja, es decir, calificaban que el sexo entre personas convivientes sin exposición era “muy recomendable”. ¿Tan deserotizados estamos que es necesario que en un noticiero no sólo se recomiende la vida sexual, sino que hasta se lo haga con ese énfasis ofensivo?