[vc_row][vc_column width=”1/1″][vc_row_inner][vc_column_inner width=”1/6″][/vc_column_inner][vc_column_inner pofo_column_animation_style=”none” width=”2/3″][vc_empty_space height=”12px”][vc_custom_heading text=”Luciano Lutereau es filósofo y psicoanalista. En esta nota reflexiona sobre la masturbación en nuestra época y plantea que, al igual que el erotismo, es algo del pasado.” font_container=”tag:h4|font_size:18|text_align:left|color:%23000000|line_height:24px” google_fonts=”font_family:Raleway%3A100%2C200%2C300%2Cregular%2C500%2C600%2C700%2C800%2C900|font_style:500%20bold%20regular%3A500%3Anormal” css_animation=”none”][vc_empty_space height=”30px”][vc_single_image image=”23810″ img_size=”full” alignment=”center” onclick=”custom_link” img_link_target=”_blank” link=”https://revistamate.com.ar/banquemoslamate/”][vc_empty_space][vc_column_text]
Artefactos sensibles: ¿el fin de la masturbación?
En 1988, Leonard Cohen lanza el álbum I’m your man. En la canción “Everbody knows”, canta: “Todo el mundo sabe que un hombre y una mujer desnudos son solo un brillante artefacto del pasado”. Son los tiempos del SIDA y, por lo tanto, de la difusión del preservativo. El ser humano debe mediar el cuerpo a cuerpo con el látex, para estar a salvo del virus. ¿Quién podría renegar de este invento? ¿Quién podría desconocer que los artefactos que inventa la Humanidad suelen ser a costa de su sensibilidad? Los virus dañan nuestra capacidad de sentir y, curiosamente, lo que inventamos para estar a salvo de los virus también.
De la canción de Cohen me gusta que denomine la relación heterosexual como un “artefacto”. No se trata de una naturalidad perdida, no hay nada “natural” en el sexo de los seres humanos. Incluso la relación heterosexual es un invento del siglo XIX; ¿quién podría negar que un artefacto reemplace a otro? También es de ese siglo el saber que hizo de la masturbación algo condenable. ¿No es una pieza central de la teoría freudiana el conflicto con la masturbación? Yo no tengo dudas de que Freud cuestiona la llamada “heteronorma”; no tengo tan claro que haga lo mismo con la masturbación, la que cree como una satisfacción parasitaria.
Un conflicto freudiano básico es entre la masturbación y la relación con el otro. Es algo que todavía escuchamos en estos días, cuando el saber popular afirma que lo que se da a una se quita a la otra. Existe todavía una especie de hipótesis hidráulica respecto de la masturbación. Es más, entre psicoanalistas es habitual el prejuicio de confundir entre masturbación y autoerotismo: las expresiones goce “masturbatorio” y “autoerótico” son intercambiables en muchos textos; pero esto ¿es así? A la luz del siglo XXI, en el que la masturbación perdió su sentido –¿no es cada vez menos infrecuente entre jóvenes? No hay más que chequear un manual de psicología de la adolescencia de hace 40 años y ver que no se habla de otra cosa; en nuestro siglo, los jóvenes prácticamente ignoran los placeres de Onán–, se hace necesario reformular su concepto.
Hay una escena muy frecuente en la temprana infancia, la del bebé que en la cuna llora y llama a sus padres. Con el tiempo, no es raro que el niño se quede acostado, sin gritar, quizás buscando apoyo en un borde, tranquilo, mirando hacia el techo. Así es que el niño descubre una sensibilidad táctil capaz de tranquilizarse; es posible que se chupe el dedo o se refriegue contra una manta. He aquí el origen de la masturbación, que lleva a la adquisición de la capacidad de disponer de un tiempo para algo.
Si algo requiere la masturbación, es tiempo. Recuerdo el caso de un hombre que, en cierta ocasión me contaba que no podía dedicarse –subrayo el reflexivo– más de diez minutos a algo de su interés, porque enseguida sentía que estaba perdiendo el tiempo. A partir de una pregunta, su asociación inmediata fue que ese tiempo es el que usaba para masturbarse. Otra situación es la del académico que me contó que recibió una tesis que debía evaluar, sobre un tema de su especialidad, y que durante la lectura, cada tantas páginas debía interrumpir para masturbarse. Aquí la masturbación ya no cumple con el fin erótico específico, sino que sirve a uno autoerótico; diría: era tal la excitación que le producía leer –goce de la mirada– que necesitaba una descarga para “bajar” un poco. El punto aquí es notar cómo manipular los genitales no necesariamente tiene que ver con algo masturbatorio.
Si algo distingue el autoerotismo de la masturbación es que esta última introduce la posibilidad de un placer diferente al de la descarga. Esta distinción puede verificarse en un fenómeno bastante habitual del onanismo masculino con pornografía: no es cierto que los varones ven porno para masturbarse, más bien lo hacen para dejar de ver, para que la descarga interrumpa el goce de la mirada. No es extraño escuchar que cuenten que cuando ven porno hacen cualquier cosa menos “ver” –dedicar un tiempo al placer escópico–; más bien pasan de un video a otro, en un salto frenético y excitante que los captura. Tocarse el órgano genital no es lo mismo que disfrutar del goce del falo.
¿Qué es el goce fálico? Es un placer que está fuera del cuerpo. Por ejemplo, el niño que se chupa el dedo, aunque éste sea una parte de su cuerpo, si este dedo tiene valor de falo –si es que lo es– no es porque se parezca a un pene (chiquito) sino porque sirve a un placer diferente el autoerótico. En el autoerotismo coinciden el objeto y la fuente de la pulsión, por eso el mejor ejemplo para ilustrarlo es el chupeteo (unos labios “que se besan a sí mismos”, según Freud), que incluso puede darse con un dedo. Por eso no es lo mismo usar un dedo para chupetear, que chuparse un dedo. En el goce fálico, que el objeto tenga valor de falo quiere decir que no está en el cuerpo, incluso cuando sea una parte del cuerpo.
Autorxs: Ben Thomson y Ashley Goodall
La paja, clave para la concentración
La masturbación es fundamental para disponer de tiempo para algo. La necesita un niño para sentarse a estudiar. La necesitaba ese escritor famoso que viajaba a Colonia el fin de semana para estar durante 48 horas escribiendo. En el planteo freudiano, es claro por qué la masturbación entra en conflicto con el lazo con el otro. El masturbador es el que puede estar solo con sus cosas, de ahí que haber atravesado la fase masturbatoria de la infancia es muy importante para no ser un ansioso, un desesperado, un cuerpo que se entrega a la estimulación permanente. Esto no quiere decir que el autoerotismo quede en el camino; al contrario, el niño que se sienta a estudiar quizá chupetea con el lápiz, quien lee un libro tal vez se enrula el pelo con un dedo. Sin embargo, el autoerotismo no interrumpe la masturbación. ¿Qué nos muestran los casos de los niños “hiperactivos”, sino el efecto de que el autoerotismo irrumpa como movimiento, distracción, etc.? En última instancia, la masturbación es la fuente de una aptitud subjetiva fundamental: la concentración.
Ahí donde hay una persona capaz de atención, hay un masturbador. Sin embargo, si el autoerotismo no desaparece, ¿cuál era su destino? El más importante de todos: el de investir el mundo social. El autoerotismo funda el afuera. La masturbación es el origen de un goce fuera del cuerpo, que lo arma como interioridad, pero ¿qué es el afuera? Es una proyección autoerótica. Cualquier de nosotros sale a la calle y espera un colectivo, ¿qué hace mientras? Lee inútilmente los afiches de la calle. Lee desatentamente, por el solo arte de leer; es decir, autoeróticamente. ¿No es un síntoma de nuestra época que muchas personas cuenten que leen pero no entienden lo que leen?
Recuerdo una situación reciente: en esta época de cuarentena, un hombre mayor entra a una librería y gasta una buena suma de dinero en libros. Luego le pregunta a la vendedora: “¿Me puedo quedar a ver?”. La respuesta es negativa. ¿Qué nos muestra esta cuarentena? ¿Qué trajo el virus de esta pandemia? Que en nuestra sociedad, cada vez más, el afuera será para comprar, no para satisfacerse autoeróticamente. ¿Quién puede salir a pasear sin rumbo? ¿Hay actividad más autoerótica que la del flâneur? Hoy todos corremos de un lado a otro, ahora con permiso de circulación. ¿Para qué queríamos librerías, comercios y demás, sino para satisfacer el autoerotismo? En adelante ya no serán para nosotros, perversos polimorfos capaces de decir “Solo estoy mirando”, sino para compradores decididos.
¿Deserotizados y aislados?
La nuestra ya no es la época freudiana, porque ya no es la época de la masturbación en conflicto con el lazo social. Fue hasta hace poco la del autoerotismo como sostén del “afuera”. ¿Quién puede salir a correr sin ponerse unos auriculares, porque si no se aburre? Recurso al autoerotismo invocante (de la voz) para poder sostener el acto del runner. La masturbación ¡era todo un acto! El autoerotismo apenas sirve para sostener actos chiquitos, con un apuntalamiento crónico. Sin embargo, ¿está el autoerotismo asegurado hoy? ¿No nos muestra la cuarentena una expulsión del autoerotismo del lazo con el afuera? Dicho de otra manera, ¿por qué aceptamos tan sumisamente quedarnos todos en casa? ¿Fue por miedo o porque estamos lo suficientemente deserotizados como para aislarnos?
Porque el autoerotismo es a su modo una manera de erotismo. De acuerdo con los ejemplos que puse antes, coincido con Freud en que la pulsión que mejor demuestra su carácter es la pulsión escópica: en la pulsión de ver, fuente y objeto coinciden siempre, es decir, el deseo de ver es más fuerte que cualquier objeto, como lo demuestra ese gran rasgo que para Freud era fundamental en la infancia: la curiosidad. Si el único aspecto que según Freud era patológico en un niño era la falta de curiosidad, porque si un niño no es curioso entonces no desarrolla teorías sexuales infantiles, no investiga el deseo de sus padres, etc.
En efecto, con la masturbación un niño tiene que prescindir de la curiosidad. No solo lo demuestra el que tiene que concentrarse para entrar en la escuela –sabemos que los niños demasiado curiosos no se llevan bien con el dispositivo escolar– sino el varón que una vez me contó que si le ocurría tener una cita con una mujer y el encuentro era un hotel y, cumplido el turno, debían despedirse demasiado pronto, lo más probable es que él ese mismo día, unas horas después, se masturbara. Lo hacía pensando en ella, para recuperar las imágenes del encuentro, en fin, para acabar con la cita. En este sentido es que Freud decía también que la masturbación implica la soldadura con la fantasía, no porque haya recurso a la imaginación –la fantasía no es la imaginación–, sino porque la masturbación es también el origen de la capacidad de recordar y la fantasía consiste en recuperar eróticamente imágenes mnémicas. Esto lo saben bien esas personas que en las primeras citas después de una ruptura amorosa necesitan pensar en su ex para estar en la cama con otra. Esto demuestra que coger no es lo contrario de masturbarse.[/vc_column_text][vc_single_image image=”24378″ img_size=”full” alignment=”center” onclick=”custom_link” img_link_target=”_blank” link=”https://forms.gle/mtoaJvsiGjBYja1s6″][vc_empty_space height=”42px”][vc_column_text]
Cosa de niños y pantallas
A veces también es necesario fantasear con la persona con la que efectivamente se está para poder coger. Dicho de otra manera, cuando alguien coge puede ser que se esté masturbando. Cuando alguien parece que se está masturbando, es posible que esté en un acto autoerótico. ¿Cuál es la diferencia básica aquí entre coger y masturbarse? Que la masturbación no hace diferencia sexual. Solo hay masturbación fálica, en varones y mujeres. Por eso Freud hablaba tanto de que el clítoris era un equivalente del pene. Lo cierto es que no importa si tenía razón, o no. No se trata de discutir anatomía, sino de entender qué dice: que la masturbación no confronta con la diferencia sexual, no hay masturbación de hombre o de mujer, porque la masturbación es cosa de niños. Con la masturbación nadie se hace un cuerpo sexuado, aunque quiera identificarse o percibirse como varón, mujer o, lo mismo da, un halcón, una escafandra o una radio.
Ahora bien, me pregunté hace un momento si el autoerotismo estaba asegurado. La respuesta para Freud hubiera sido obvia: ¡claro! Para mí no. Los cambios del siglo XXI nos confrontan con una sociedad diferente. El rechazo del autoerotismo de su lazo con el afuera se hizo en función del más autoerótico de los objetos: la mirada. Porque si la escópica es la que mejor muestra el funcionamiento autoerótico de la pulsión, también es la menos autoerótica. Si esta pulsión tiene su cierre autoerótico en el deseo de ver, es posible también que nos encontremos con el mirar vacío, el mirar por mirar. ¿No son todas esas personas que caminan por la calle con su Smartphone sin ver nada? Personas que deslizan el dedo sobre una pantalla, ya sin siquiera la curiosidad de ver las fotos de una ex pareja o un desconocido, es mirar por mirar.
Con la pantalla concluye el autoerotismo. Y la pantalla no es un objeto tecnológico, sino un tipo de realidad. Para Freud el “principio de realidad” era algo bien interesante: no implicaba adaptación, sino un tipo de relación con el deseo; que la decepción fuese causa de interés, que la realización de un deseo no fuese lo mismo que cumplirlo. Esta es su diferencia con el “principio de placer”, que se caracteriza por el cumplimiento del deseo de manera alucinatoria. ¿No es lo que vemos en aquellas personas que salen con otra y a la primera en que ésta no se ajusta a lo esperado es como si despertaran de un sueño? Viven alucinatoriamente todas esas personas que no pueden tolerar que las cosas no salgan como quieren y, entonces, si en un examen les va mal, ¡dejan la carrera! Para Freud el principio de realidad tiene que ver más bien con la fuente de la experiencia, con que las cosas no salgan nunca como queremos y, aún así… ¡eso nos transformó!
En esta idea de realidad es que está implícita la idea freudiana de que el objeto es siempre un objeto “reencontrado”. Que en psicoanálisis hablemos de falta de objeto, no quiere decir que el objeto falte. Esto es lo que no entendieron Deleuze y Guattari. La falta del objeto está en su presencia, lo que permite agarrarlo mejor, desearlo de otra forma que no sea con la expectativa ingenua de que se acomode a nosotros. Es lo que hace del objeto un objeto. De más está decir que para que esto ocurra es necesario haber atravesado la fase masturbatoria. ¡La masturbación lleva a la realidad!
¿Qué ocurre hoy en día, época de masturbadores blandos? ¡Está lleno de pajeros! A los adolescentes todo “les da paja”; en la clínica con niños pequeños es notable cómo la resistencia del objeto lleva muchas veces a su abandono antes que a la llamada “pulsión de apoderamiento”. Los niños no agarran, no “ejercitan la musculatura” –como le gustó decir a Freud alguna vez. Pero no siquiera es porque prefiera el recurso al autoerotismo; más bien hoy la pantalla parece haber desplazado al chupete. No pocos niños necesitan ver una Tablet para dormir.
Por lo anterior, no estoy de acuerdo con los autores que plantean que el mundo actual es de un principio del placer ampliado, porque éste es autoerótico. Yo creo más bien que el que llamado “principio de virtualidad” supone otro tipo de sujeto, no erótico, que se puede excitar, sí, que se puede estimular, es más: que lo requiere infinitamente, pero el erotismo es otra cosa.
Solo en un mundo que logró desinvestir autoeróticamente el afuera es posible que la pantalla haya ganado este terreno. Es pantalla la realidad que ya no funciona como sostén de experiencia, sino solo para ser mirada. En el objeto teléfono o computadora se condensa un modo de vida que no se explica por “culpa de” la tecnología, aunque sí haya que investigar la técnica para saber en qué mundo vivimos.
Los niños del siglo XXI no son los que juegan con pantallas. Son más bien los que se criaron siendo vistos desde una pantalla: filmados, fotografiados, sus imágenes en las redes, circulando por WhatsApp, etc. Si el niño del siglo XX se destetaba rechazando el pecho, el de nuestro siglo es el que cuando sus padres le apuntan con la cámara corre a esconderse.
Así como Lacan hablaba de un estadio del espejo, en el que el otro garantiza el reconocimiento del niño en su imagen. ¿No podríamos proponer un estadio de la pantalla para los niños de nuestro tiempo, cuya imagen es múltiple, a veces distribuida en fragmentos, que antes que asumir una identidad viven más bien vidas en las que no saben quienes son salvo si lo muestran?
Autora: Aina Carrillo
Un invento del pasado
La masturbación es un brillante artefacto del pasado. Su sentido está perdido, las operaciones psíquicas que hacía posible quedaron en el tiempo. Ya nadie tiempo para masturbarse, así como nadie tiempo para morir de amor –como decía André Maurois. En el siglo XXI el autoerotismo incluso peligra, no inviste el afuera, no lleva a rodeos, a tensiones y esperas, porque ya no está ese otro que encendía el cuerpo. Ahora está la pantalla. Alfonsina Storni lo decía muy bien en un poema: “la caricia que vaga/ sin destino ni objeto, la caricia perdida”. ¿No es así –con caricias– que los padres erotizan el cuerpo del hijo? Caricias que no tienen objeto, porque son autoeróticas; que no tienen destino, porque son marcas en la piel de un deseo traumático. Caricias perdidas, porque se las olvida.
En efecto, se las olvida. O, mejor dicho, se la vela. Todo el psicoanálisis podría ser resumido en la siguiente pregunta: ¿cómo fue el encuentro temprano con la sexualidad? Pienso en el caso de una mujer que me cuenta que, en su infancia, tenía una relación de mucha afinidad con un amigo del padre, al que llamaba “tío”. Un día, en la pubertad, se da cuenta de que este hombre le está mirando las tetas. Durante un tiempo se preguntó si acaso este hombre había querido abusar de ella, ¡Claro que lo había hecho! Que se pregunte si ocurrió o no ya es indicador suficiente de una posición histérica y, más allá de situar una verdad histórica (lo que no es para nada despreciable), importa destacar que la queja respecto del goce intrusivo del otro fue en su análisis la antesala para que contara cómo la fantasía sexual con un hombre mayor fue no sólo un motor de relaciones sexuales con parejas, sino un recurso masturbatorio. A su vez, esta masturbación reveló su fuente en algo más que la imagen del hombre mayor, en la medida en que ésta encubría que para excitarse ella tenía que imitar internamente la voz del hombre, hablar como un varón, juego vocal que pudo haber tomado de las canciones que su padre le cantaba de niña, pero que permaneció como un tono asumido sobre todo con vergüenza; siempre le dio temor hablar en público, siempre temió que se notara algo más que lo decía. ¿Puede haber otra confesión de autoerotismo y que demuestre cómo éste investía el mundo del afuera? El síntoma neurótico, en última instancia, encubre este problema.
Esto que digo no sale para las neurosis. También se podría aplicar en las psicosis. Es el caso de esa mujer que, en cierta ocasión, cuenta haber tenido un sueño espantoso, en el que siente cómo las manos de una mujer la tocan y ella se siente extrañada, luego del sueño quisiera arrancarse el cuerpo. No doy más detalles, pero de aquí se desprende que también el psicótico es un ser que padece el autoerotismo, aunque con otros modos de elaboración sintomática. Aquí tenemos que los objetos retornan por otra vía: sea en alucinaciones, hipocondrías, etc.
No me interesa hacer un ejercicio de clínica diferencial, pero sí ubicar que al menos en la clínica de Freud el autoerotismo está asegurado. En la nuestra, en la clínica de este tiempo, nos encontramos con otras condiciones psíquicas: con sujetos deslibidinizados; por ejemplo, si antes me referí a la histeria, digo ahora unas poquitas palabras sobre la obsesión. Pareciera que el obsesivo piensa mucho, pero más bien piensa poco, porque piensa siempre lo mismo. El obsesivo no piensa, rumia. Está atrapado en la duda, en la cavilación. He aquí su síntoma, que supone una erotización del pensamiento. Por eso es que hablamos a veces de “paja mental”. Es claro que el pensamiento puede servir para masturbarse. Aunque también puede servir autoeróticamente, cuando el pensamiento es objeto del pensar, no reflexivamente, sino cuando se transforma en compulsión a pensar como la que demuestran esas personas ansiosas que están todo el tiempo pensando en algo y, cuando se detienen, se preguntan: “¿Qué estaba pensando?”. Ahora bien, el uso autoerótico del pensamiento es algo muy distinto de lo que le ocurre a ciertas personas, a aquellas que más bien sienten que el pensamiento se les impone, pero no algo modo de la idea obsesiva o el pensamiento intrusivo psicótico; tampoco se trata del pensar compulsivo, sino más bien de la máquina de pensamiento, cuyo sufrimiento se expresa en que no pueden parar de pensar y, como a veces dice, no pueden “desengancharse” o quieren algo que les permita “desenchufar”. Son aquellas personas que, por ejemplo, de noche padecen algo diferente al insomnio psicótico, sino que viven invadidos por un pensamiento maquínico, pre-subjetivo, sin agente que, por momentos, es una definición de la locura. No por nada vamos hacia un mundo en el que la mayoría tiene trastornos del sueño.
Vamos hacia un mundo de personas-máquina. A contrapelo de la erotización, que es lo que subjetiva. Vamos hacia un mundo de compradores enchufados, sin entropía. Son los agotados, los que solo pueden parar cuando se queman, cuando la máquina empieza a chirriar. Vamos hacia un mundo de pantallas, no porque existan teléfonos y demás, sino porque la realidad dejó de ser lo que anuda el autoerotismo, la masturbación y el deseo. En la virtualidad no es necesario el deseo, sólo hace falta separar el tiempo del espacio y hacer varias cosas a la vez, ya no es necesario el acto (ese rodeo del que hablaba Freud) sino hacer. ¿No es lo que ocurrió con las clases virtuales? Como sea, que haya clases. Eso es lo virtual, el imperativo de que haya.
Me asombra que los seres humanos hayamos ejercido tan poca resistencia. Incluso en sus textos más pesimistas, Freud no deja de pensar en el triunfo de Eros. No porque sea fuerte, sino porque tiene aguante. Hoy ya estamos entregados, a menos que seamos capaces de pensar no cómo se reformula el erotismo, sino cómo recuperarlo.
Algunas aclaraciones respecto del texto:
- Cuando el texto dice “Claro que lo había hecho”, no se está justificando el abuso.
- Cuando dice que se pregunte si ocurrió o no, muestra que lo histérico no es haber padecido un abuso, sino el tipo de pregunta que se hace. En este sentido, decir histérico no es decir una mala palabra, es un término técnico.
- Luego hay un paréntesis que destaca la importancia de tratar de determinar en análisis el aspecto histórico, es decir, el análisis jamás puede estar al servicio de encubrir un abuso.
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