Por Manuel Leiva
Yo no sé mucho de nada, pero a veces me ilumina una que otra verdad, y la posta más grande que me ha caído, es el mensaje que ella me da al cebarme mate. Cuando me alcanza el amargo, busca la manera de que nuestras manos se toquen y así quedarnos colgados en el segundo que mis dedos de curtidas yemas rozan el dorso de los suyos. No sé cómo logra ese deslizamiento, sigiloso como agua de arroyo en verano, y que el esmalte amarillo de sus uñas me tiña de entrevero hasta el cartílago.
Luego de eso, me toca a mí. Mientras sostengo peso del mate con el índice y el pulgar, marcando con ambos dedos un círculo inconcluso bajo del aro de aluminio, ella retira su mano que ha quedado cautiva entre el cuero caliente y mi palma. Lo agarro por completo. La bombilla apunta directo a mi boca y no tuve que girar el mate ni un poquito. A todo esto, los dos seguimos sin perturbar la fluidez de lo que sea que estemos haciendo. Las palabras y los silencios siguen sucediendo al mismo ritmo que hace un momento. Sin embargo, ambos tenemos el mismo pensamiento en la cabeza, esa complicidad mutua que te enciende y hasta te incendia, eso tan obvio, que no se menciona ni con la punta de la nariz.
El sabor, la temperatura o el vapor que sube y se condensa en mis pestañas, son otra historia. El mensaje ya lo recibí, lo mejor ya pasó.
