Lucía bajó del auto de su novio y sintió ese aroma a aceite que tanto le gustaba. Estaba muy ilusionada, porque le habían dicho que ese carribar era el mejor de todos. Mientras se acercaba, escuchaba el rugir de las motos y la cumbia que salía de los parlantes de los autos estacionados y se sentía feliz.
Siempre le habían encantado los carribares. Tenía una teoría personal en cuanto a los lugares para comer: cuanto más sucio estuviera el lugar, cuantas menos condiciones de salubridad garantizara cuanto más bajo estuviera el techo, cuanto más aceite tuviera la comida, cuanto más mal la tratara el vendedor (y, sobre todo, cuanto más la escupiera al hablarle), mejor sería la comida. Los carribares solían condensar todas estas características, y por eso eran sus lugares favoritos. Conocía cada carribar de su ciudad de memoria, y siempre que viajaba lo primero que hacía era preguntar por la zona de los carribares y visitarla. Ese día, había vuelto al pueblo de sus abuelos, que no visitaba desde su niñez. Le había dedicado la tarde a visitar parientes, y la noche le había quedado libre para cumplir con su deber.
Lucía se acodó en la barra y observó a su alrededor. Las personas llevaban numeritos. “Habrá que esperar”, pensó.
-Hola, ¿qué tal? ¿Cuánto está el chori?
-30 pesos.
-Bueno, deme uno –dijo Lucía, mientras sacaba un billete de 50.
-Ahí está –respondió el hombre del carribar, entregando el vuelto junto con un numerito-.
-¿En cuánto estará, más o menos?
-Nueve meses.
Lucía soltó una risa fuertísima, pero luego se dio cuenta de que nadie a su alrededor se reía.
-¿No es en serio, no?
-Sí, es en serio.
-Pero, ¿cómo pueden tardar tanto en hacer un choripán?
-Eso no importa. Va a ser el mejor choripán de tu vida.
Lucía seguía totalmente impactada. Se preguntó si era una joda. Mientras, las personas a su alrededor la palmeaban y le decían: “vas a ver que vale la pena”.
Nueve meses después, muchas cosas habían cambiado en la vida de Lucía. Ya no tenía novio. Tenía otro trabajo. Tenía el pelo de otro color. Su fanatismo por los carribares había mermado un poco, como resultado de la experiencia rara que había vivido, pero seguía guardando el numerito. No le había contado nada a nadie, pero había guardado en su celular la fecha en la que iba a estar su choripán.
El día finalmente llegó. Lucía salió de trabajar al mediodía y partió inmediatamente hacia el pueblo de sus abuelos. Encaró hacia la barra con agresividad y entregó el numerito sin decir una palabra.
-Ahí sale –le dijo el que atendía el carribar.
Lucía estaba muy ansiosa, tanto que, cuando empezó a escuchar los gritos, pensó que era su imaginación. Pero luego se dio cuenta de que no, de que eran gritos reales y de que venían de atrás del carribar. Se puso en puntas de pie y alcanzó a ver a una mujer en situación de parto, con la cara roja e hinchada como un tomate, llorando y golpeando el piso con los pies. A su lado, un par de personas la asistían, mientras el hombre que atendía el carribar observaba la escena con un cigarrillo en la mano.
Luego de unos quince minutos, los gritos cesaron. Se escucharon aplausos. Lucía volvió a espiar y vio cómo una mujer cortaba el cordón umbilical y le pasaba un trapo al choripán para quitarle las manchas de sangre. El que atendía el carribar palmeó a la reciente madre, agarró el choripán con ambas manos y volvió hasta la barra.
-Acá está. ¿Vos ya habías pagado, no?
-Sí.
-Joya. Que lo disfrutes, entonces.
Lucía agarró el choripán con ambas manos y dio una mordida gigante. Sintió cómo se llenaba de grasa las manos, la boca, la mente. Todavía con la boca llena, se dio vuelta y le gritó al que atendía:
-¡Ey! Está buenísimo. Haceme otro.