Desde el 2017 Argentina inició un proceso de apertura regulatoria sobre el cannabis medicinal, adoptando un modelo que se sitúa entre las fases intermedias de regulación legal a nivel global. En un escenario de avances solapados, aparecen zonas grises tanto en la legislación como en el imaginario de la ciudadanía. La autorización paulatina de distintas acciones supone una dificultad objetiva para la comprensión de los límites entre lo “prohibido y lo permitido” mientras se transita desde la cultura prohibicionista a la regulación legal.
Las personas que cultivan, consumen con fines terapéuticos, comercian con semillas o libran una multiplicidad de conductas ligadas a esta planta, avanzan con la convicción de que su accionar es legítimo. En paralelo y con matices, las fuerzas de seguridad y los actores judiciales persisten en criminalizar estas conductas con convencimiento en su lucha contra (lo que perciben como) narcotráfico y crimen organizado.
Aunque parezca contradictorio y más allá de las conquistas de derechos en materia cannábica, lo cierto es que gran parte de las agencias penales —policía, fiscalías, tribunales— continúan respaldando la criminalización de la venta de semillas, esquejes, goteros o cogollos en manos de particulares.
Esta actitud puede estar exacerbada por los sectores más conservadores de la política, quienes reniegan de un Estado que avale el cannabis con fines terapéuticos, considerándolo como una excusa para consumir estupefacientes.
A pesar de las ideas de libertad que nuestro gobierno promulga expresamente, se anunciaron cambios que podrían retroceder los derechos alcanzados para las personas que se vinculan al cannabis. El gobierno nacional declaró que cambiará los requisitos para la inscripción en el Registro del Programa de Cannabis (Reprocann), que autoriza a personas al cultivo de cannabis medicinal. La reforma que propone el gobierno busca limitar el registro a solo 9 patologías —corriendo el eje de una mirada de salud integral que no distinguía patologías sino que apuntaba a la calidad de vida— y dejando afuera condiciones de salud que registran evidencia de los beneficios terapéuticos con el cannabis, como el dolor crónico, el insomnio, la ansiedad o la depresión”.
Además, se anunció una auditoría de los permisos en espera de aprobación. En este punto, celebramos el anuncio de la Defensoría del Pueblo bonaerense que investigará de oficio al gobierno nacional para conocer en detalle el alcance de las auditorías que piensa realizar respecto de las inscripciones en el Reprocann.
De la calle a internet
Durante décadas, las razzias y detenciones se llevaron a cabo en las calles, en su mayoría bajo prejuicios puramente estereotipados y discriminatorios propios de la formación de las fuerzas actuantes. Hoy a este escenario se le sumó una modalidad más contemporánea de persecución policial: la digital.
Hoy por hoy, debido a que el uso de las redes sociales es una de las formas más comunes y habituales de interacción, la vigilancia policial incrementó su presencia en el ciberespacio, buceando diariamente entre perfiles y cuentas, identificando usuarios, capturando fotos de sus rostros, investigando sus datos personales y entorno social, y en el momento oportuno, visitando sus domicilios con orden de arresto en mano.
Un reciente fallo de la Cámara de Casación Penal, al que nos referiremos como “A.U”, absolvió a siete personas que se encontraban detenidas desde el 2019 por comercialización de semillas online. Este caso señala que aún con avances normativos en el uso terapéutico de cannabis, la práctica de ciberpatrullaje policial para identificar usuarios y vendedores de cannabis llegó para quedarse.
El buceo digital
Ni el ciberpatrullaje ni el “buceo en redes sociales” son algo novedoso en nuestro país o en el mundo. En efecto, al menos desde 2017 la Ministra de Seguridad de la Nación, Patricia Bullrich, admitió que en su gestión durante el macrismo lo utilizaba con fines políticos tendientes a detectar el “humor social”. Más allá de estos fines, el ciberpatrullaje comenzó a proliferar en múltiples actividades en la web, siendo la del caso “A.U.” un sólo ejemplo aislado de esto.
Esta práctica continuó durante la gestión de su sucesora en la cartera de seguridad: Sabina Frederic. En palabras de esta última, la pandemia y la necesidad de controlar la actividad de grupos con capacidad de propagar los contagios, justificaron la creación de un protocolo que instruye a las áreas de Ciberdelito de las fuerzas federales para “tomar intervención” en un conjunto definido de delitos, a través de “actos investigativos” que deben realizarse en sitios digitales de acceso público.
En un contexto donde el ciberpatrullaje es parte de las labores de prevención policial, surge una dinámica que distorsiona las fronteras entre las responsabilidades de los operadores judiciales y los miembros de las fuerzas de seguridad. El ciberpatrullaje consiste en sondear los potenciales comportamientos delictivos en internet y redes sociales, pero sin un control judicial previo, lo que, sin dudas, tiene implicaciones significativas en el debido proceso legal.
La primera de ellas es la tendencia hacia el intercambio de roles entre los operadores judiciales, como jueces y fiscales, y los miembros de las fuerzas de seguridad, que se consideran auxiliares de la justicia. Esto se manifiesta cuando los agentes de seguridad, de manera unilateral y por iniciativa propia, deciden investigar ciertas publicaciones mientras ignoran otras y, de este modo, definen el objeto procesal —aquello que demanda una decisión judicial basada en las leyes— de un posible futuro proceso penal.
Pasado en limpio, son funcionarios de seguridad quienes deciden quiénes van a la cárcel y quiénes no. A menudo de manera arbitraria o sin criterios claros, una suerte de pesca al azar al estilo Ta Te Ti, sin parámetros de distinción alguna, o basada exclusivamente en el humor o voluntad del funcionario que se encuentra buceando en la web.
La ausencia de control judicial previo en el ciberpatrullaje policial, deriva en decisiones basadas en criterios subjetivos o sesgados, lo que socava la imparcialidad y la equidad en los juicios penales futuros. Por otra parte, se produce una invasión indebida en la direccionalidad de la política criminal —decisiones y acciones que un Estado toma para abordar el fenómeno delictivo—, aunque esta potestad corresponde en primerísimo lugar al Ministerio Público Fiscal, es decir, los fiscales.
El caso de “A.U” ofrece un claro ejemplo de las complejidades y contradicciones que enfrentan aquellos involucrados en procesos penales relacionados con estupefacientes, particularmente en el comercio de semillas de cannabis. En este caso específico, los investigados fueron condenados y pasaron más de cuatro años en prisión por vender semillas.
Durante el tiempo que estas personas estuvieron detenidas, el mismo Estado que las encarceló habilitó el cultivo de cannabis medicinal y reguló el cannabis industrial, no sin antes promocionar dichas políticas y fomentar un cambio de paradigma como nunca antes.
Lo más notable de este caso es el método de investigación empleado: el buceo de la Gendarmería Nacional en las redes sociales y los criterios selectivos utilizados para determinar qué casos se investigan y cuáles se priorizan para enjuiciamiento.
La revelación de que la Gendarmería Nacional también había investigado a otros presuntos comercializadores de semillas, pero decidió comunicar al juzgado específicamente la conducta de los encausados en el caso de “A.U”, refuerza nuestra afirmación de que el ciberpatrullaje conlleva una arbitrariedad de base en la selección de casos para enjuiciamiento penal.
La Sala II de la Cámara Federal de Casación Penal entendió que los imputados obraron con un error de prohibición respecto a la ilicitud de sus conductas, ya que desde el inicio de las investigaciones surgía que los adquirentes de las semillas se las procuraban con fines terapéuticos de autocultivo y no de producir estupefacientes como requieren las figuras delictuales de la ley penal, máxime teniendo en cuenta el grado de avance de la legislación para estas actividades y su progresiva instalación tanto en los textos legales como en la sociedad.
“…de la prueba reunida no deja de resultar tan plausible como verosímil que los encausados obraren en yerro insuperable sobre la licitud de la actividad desarrollada, desde el desconocimiento que estaban contraviniendo el orden jurídico por cuanto se representaron equivocadamente estar habilitados para actuar sobre la base de la relevancia de la aprobación y hasta fomento normativo, de modo de favorecer autocultivos, entre otros fines, para tratamientos terapéuticos”. Sostuvo el Tribunal en una votación de 2 a 1.
Ciberpatrullaje ¿a quienes?
La noticia del fallo de Casación fue bastante celebrada en distintos titulares y portales. Aunque toda liberación de personas injustamente presas por cannabis es grata, lo que se desprende de la decisión judicial puede ser más bien preocupante.
Por un lado, la sentencia puede interpretarse desde la óptica de la ciudadanía: considerar que las conductas vinculadas con un fin terapéutico no constituyen delito contra la salud pública, tal como lo decidió el alto tribunal, aunque por mayoría y no por unanimidad.
Pero la sentencia también puede leerse de este modo: Gendarmería Nacional llevó a juicio un caso de ciberpatrullaje en redes sociales por la conducta de venta de semillas de cannabis. También debemos señalar que estas personas se eligieron al azar y el juicio en su contra avanzó en todas las instancias, ya que el tribunal no cuestionó el ciberpatrullaje, por el contrario, consideró válida y legítima la herramienta para criminalizar a cibernautas que no ocultan su actividad al público.
En dicho sentido nos surgen las siguientes interrogantes: ¿Hasta qué punto es legítima la cacería arbitraria de sospechosos en las redes sociales para su posterior criminalización? ¿De qué manera pueden evitarse condenas tan duras a conductas que el mismo Estado autoriza de manera progresiva o —peor aún— por conductas que la propia justicia decide con tardanza que en realidad no constituyen delitos?
Intentaremos dar una respuesta plausible y provisoria a estas cuestiones. Desde luego que el uso de internet ha transformado la existencia humana y mucho de lo que se hace en el ciberespacio no siempre se refleja en la realidad. Sin embargo, este espacio digital no sólo es un lugar apto para comprar productos, compartir historias triviales, concertar citas o reencontrarse con viejas amistades, sino que también proporciona un terreno fértil para la proliferación del verdadero crimen organizado, las estafas bancarias, la sustitución de identidad, el hackeo de bases de datos de sensible contenido y el comercio ilegal de armas, trata de personas o divulgación de pornografía infantil.
En estos últimos puntos, no sólo es entendible, sino que resulta necesaria la presencia estatal para prevenir la propagación del ciberdelito. Esto es aún más relevante cuando las empresas criminales emplean técnicas y herramientas de alta sofisticación que en múltiples ocasiones están más allá del alcance de las agencias de seguridad oficiales. Esta situación nos dejaría en total desamparo si los gobiernos alrededor del mundo no se encuentran ampliamente modernizados para ponerle freno a estos nuevos fenómenos.
Para ser coherentes con estos postulados a la luz del caso de “A.U.”, una observación válida es la siguiente: ¿Qué se entiende por crimen organizado? Hay algunos puntos de contacto para un diálogo más razonable en la posteridad. Veamos.
La Convención de las Naciones Unidas contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes de 1988, es prácticamente la convención madre en nuestra región en lo que refiere a la lucha contra el narcotráfico. De hecho, la Ley penal de Estupefacientes Nº 23.737 de 1989 adopta casi todas las sugerencias de esta convención en su articulado y fines. De su preámbulo y disposiciones normativas se puede extraer una definición de las organizaciones criminales que le interesan combatir a los Estados a través de los requisitos que describen de las mismas del siguiente modo:
“El Grupo organizado para cometer delitos; con relaciones jerárquicas entre sus integrantes que les permiten a los dirigentes mantener el control del grupo; la metodología de la violencia, la intimidación o la corrupción utilizada para obtener beneficios o el control de territorios o mercados; legitimación de activos provenientes de delitos y su inyección en la economía formal; la potencial expansión de sus actividades más allá de las fronteras; y por último, la cooperación con otras organizaciones criminales transnacionales”.
A la luz de esta definición, no puede dejar observarse en los últimos tiempos un deseo en las agencias penales por ampliar este concepto a pequeñas actividades de cultivadores, que carecen por completo de los requisitos mencionados. En el caso de “A.U” no existió ni el empleo de la violencia o la intimidación, ni la capacidad de corromper agencias estatales para obtener beneficios de territorios o mercados, ni su potencial expansión fuera de las fronteras, ni la cooperación con otras organizaciones que si reúnan dichas condiciones. Nada de esto estuvo en las pruebas que reunieron las investigaciones de la Gendarmería Nacional.
Pero a su vez, en lo que al cannabis respecta, debemos sumarle que ya no nos encontramos en la década del 80, recordada por ser además la época dorada de la expansión de la guerra contra las drogas impulsada por Ronald Reagan. Por el contrario, en la actualidad, hasta la misma DEA propone la reclasificación del cannabis a la Lista I de sustancias controladas, reconociendo oficialmente sus principales propiedades terapéuticas y su escaso potencial de abuso en comparación con otras sustancias más peligrosas de la Lista IV.
La discusión es más profunda, pero creemos que estos argumentos pueden ser el puntapié para que Estado y sociedad en nuestro país se comprometan a dialogar con respecto a la utilización del ciberpatrullaje con mayor seriedad, y que el mismo respete los principios de necesidad, idoneidad y proporcionalidad sobre el ámbito de libertad, autonomía y determinación de las personas adultas, como se exige de las autorizaciones judiciales en allanamientos o intervenciones telefónicas, ya que no dejan de ser graves invasiones a las esferas de libertad individual garantizadas en nuestra constitución.
Consideramos absolutamente necesario que el Poder Judicial proceda a replantear su aval inicial respecto a estas causas que ocasionan importantes e irrecuperables gastos de recursos estatales, logísticos y humanos en momentos de crisis económica y con focos de violencia organizada desmedida en distintas jurisdicciones del país.
Un análisis judicial minucioso desde las primeras etapas del anoticiamiento por parte de las fuerzas de seguridad, en concordancia con las leyes vigentes y nuestro espíritu constitucional, puede evitar graves condenas como la que vimos en el caso de “A.U”. y que son de imposible reparación ulterior.
Caso contrario, el verdadero crimen organizado en la web, con notas de transnacionalidad, violencia sistemática y altos grados de sofisticación se volverá cada día más impune si nuestros recursos estatales y logísticos se destinan a perseguir a las pequeñas comunidades de usuarios y cultivadores que intentan escapar al mercado ilícito de estupefacientes. Estas últimas personas, en su esencia, confiaron en un Estado que les prometió un respetable y merecido lugar en la agenda pública para que sus derechos a la salud y dignidad humana dejen de ser sistemáticamente vulnerados.