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¿Funcionan los antidepresivos? Un recorrido por la evidencia

El consumo de psicofármacos va en aumento en Argentina y en el mundo. La teoría del déficit de serotonina sostiene una prescripción de antidepresivos que la mayoría de psiquiatras no aplicaría a sí mismos. Pero la evidencia plantea interrogantes al reduccionismo que solo atiende la química cerebral.

Mi tía tiene depresión mayor, mi abuelo TOC, mi amigo TEPT, mi prima TCA, mi cuñado ansiedad y mi primo ataques de pánico, ¿qué tienen en común? A todos el médico les ha recetado el mismo “antidepresivo”, que como se ve, no es más que un nombre que ha quedado obsoleto para su supuesta función. Cada vez más personas tienden a ser medicadas con estos psicofármacos en Argentina y el mundo, ¿pero qué son estas drogas? ¿está justificado por evidencia su uso tan extendido?

Cuando hablamos de drogas generalmente pensamos en marihuana, cocaína, éxtasis, hongos, LSD y otras semejantes. Es decir, en sustancias psicoactivas ilegalizadas (como deberían llamarse), pero en sentido técnico o en el ámbito farmacéutico droga se le llama a muchas otras sustancias que afectan nuestro cuerpo y mente. Dentro de las más usadas están los psicofármacos, y dentro de ellos, los llamados antidepresivos inhibidores selectivos de la recaptación de la serotonina y/o norepinefrina (ISRS/N), por ejemplo: escitalopram, fluoxetina, sertralina, venlafaxina y otros, de los cuales nos toca hablar hoy.

La teoría de la falta de serotonina: más marketing que ciencia

“La serotonina produce felicidad y buen estado de ánimo”. Todos hemos escuchado esto ya sea en los medios de comunicación, en las redes sociales, en alguna cuenta de influencer que “divulga” sobre ciencia sin entenderla demasiado o en boca de nuestro mismísimo psiquiatra. Es claro, la ciencia ha demostrado que los niveles bajos de serotonina causan nuestro mal estado de ánimo un nivel correcto de ellos es todo lo que necesitamos para cesar nuestros pesares. Todo muy evidente, empírico, preciso, seguro y cierto. Solo por un pequeño detalle y es que la evidencia detrás de esa teoría es prácticamente nula. ¿Cómo puede ser? ¿y los antidepresivos entonces? ¿no sirven? ¿nos han engañado? Sí y no. Como siempre, es más complejo.

Joanna Moncrieff es una psiquiatra académica que viene investigando este tema desde hace mucho tiempo en publicaciones científicas y libros donde argumenta fuertemente contra el establishment de la psiquiatría biomédica. Ella y su equipo publicaron un famoso estudio en 2022 que remarca la falta de evidencia de la hipótesis serotoninérgica de la depresión. A esto muchos psiquiatras le han respondido que la comunidad médico-científica ya sabe desde hace décadas que no existe un simple déficit de serotonina u otros neurotransmisores (como dopamina o norepinefrina) en los trastornos depresivos y de ansiedad que esté siendo corregido por los antidepresivos.

Lejos de conformarse, Moncrieff y sus seguidores muestran que lo que hay entonces es cierto grado de complicidad entre los psiquiatras y el sistema médico/farmacéutico en general con el hecho de haberse difundido esta teoría como la verdad última y comprobada de la causa de la depresión y que poco esfuerzo hacen por rebatirla. Esta complicidad se debió a varios factores, siendo la más evidente el factor comercial de la industria farmacéutica, pero también la necesidad de imponer una visión fisicalista de las condiciones mentales que forjó el DSM III para contraponer a la teoría psicoanalítica hasta entonces dominante (para ver con más detalles estos y otros factores, ver capítulo 1 de mi tesis doctoral).

Cuando a los psiquiatras se les objeta esta falta de evidencia, muchos de ellos sostienen que fue todo una confusión, que tan solo es una hipótesis más y que nunca la aseveraron con seguridad. Hay sobradas pruebas de lo contrario, tanto en registros públicos como miles de pacientes que la han escuchado de su propio médico. La metáfora de que la serotonina es a la depresión lo que la insulina a la diabetes ha circulado (y sigue circulando) por demasiados consultorios como para hacer como que no sucedió. Lo cierto es que muchos pacientes se sienten defraudados y enojados por este falso discurso oficial de la psiquiatría.

funcionan los antidepresivos segun la evidencia
Muchos psiquiatras lo siguen repitiendo abiertamente

Pero la defensa clásica es que, no importa si la hipótesis serotoninérgica es cierta o no, lo importante es que los ISRS/N funcionen, sea por el aumento de la serotonina o por otros efectos fisiológicos en el cerebro como cambios en el procesamiento emocional, aumentos en la flexibilidad cognitiva y efectos sobre la neuroplasticidad. Y que sirvan no podemos discutirles, ¿no? Mi tía Marta desde que toma la pastilla del psiquiatra está mucho mejor, ¿pero es por la pastilla?. La pregunta no es si funciona o no, sino cuánto o en qué porcentaje de la población. Acá se pone más complejo e interesante el asunto, ya que veremos que “funcionan” en un porcentaje bastante bajo de la población.

¡Pero a mi tía Marta le funcionó!

Es una respuesta común cuando se cuestiona la eficacia de los antidepresivos. Y es cierto que mucha gente reporta mejorías, pero veámoslo con más detalle. Cuando salió el Prozac (fluoxetina) al mercado en 1988 se anunció como revolucionario con su efectividad de 60% a 70% frente a un 30% o 40% del placebo, es decir, desde un 30% a 40% más que el placebo y, en comparación con los antidepresivos tricíclicos anteriores, con efectos adversos menos severos. Pero con el paso de los años esta efectividad estimada y llamativamente inflada fue declinando ante nuevos y mejores estudios no sesgados llegando en muchos de ellos a un porcentaje cada vez más cercano al placebo, esto es debido a varios factores como son la pérdida de novedad, control más estricto del doble ciego, poblaciones más diversas y el aumento del efecto placebo.

funcionan los antidepresivos segun la evidencia

Pero lo que esconde esa supuesta efectividad, según uno de los meta-análisis más recientes, es una gran variedad de respuestas en los pacientes depresivos, no es que actúen poco en todos los pacientes, sino que parecen actuar bastante pero sólo en unos pocos. Siguiendo ese meta-análisis de más de 200 estudios nuevos y antiguos, sólo el 15% experimenta una mejoría neta (mayor que el placebo) con estos medicamentos (24,5% antidepresivos vs 9,6% placebo); con el resto, más de 75%, tiene poco o nulo efecto positivo. Lo preocupante es que la gran mayoría de los pacientes que toman antidepresivos padecen algún efecto adverso. Podría parecer significativo un 15% más que el placebo aún, pero hay que tener en cuenta varios sesgos importantes de este tipo de estudios clínicos controlados, algo que no se señala es que se suelen publicar solamente los resultados positivos y se omiten los negativos.

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Otros meta-análisis recientes apoyan conclusiones similares. Por ejemplo, en este de 2017, analizando específicamente los ISRS, encontraron beneficios levemente significativos pero clínicamente cuestionables, mientras que este otro de 2010 mostró que estos medicamentos sólo presentaban beneficios sustanciales en algunos casos de depresión severa, siendo su efecto insignificante en depresión leve. Incluso el meta-análisis más amplio hasta la fecha señaló que las diferencias eran modestas como las que vimos y la calidad de la evidencia era generalmente baja.

Pero veamos entonces si hay algún estudio de la eficacia en la práctica clínica real donde no se utiliza un solo antidepresivo sino que, cuando no hay respuesta, se suele aumentar la dosis o cambiar hacia otros ISRS/N, lo cual debería aumentar la efectividad. Uno de los pocos estudios que existen al respecto es el polémico STAR*D, que cuando se realizó en 2004 arrojó una supuesta eficacia de 67% pero resultó ser un error (¿o fraude?) estadístico (una práctica lamentablemente común en estos temas) que al revisarse los datos reales, recién en 2023, bajó a un 35% sumando las 4 líneas de intervención de distintos psicofármacos y los factores inespecíficos (atención clínica, estudio no ciego, no hubo comparación con placebo). Es decir, en la primera línea probando con un solo antidepresivo la tasa de remisión fue de 25% (prácticamente igual al efecto placebo+antidepresivo del meta-análisis), en la segunda línea fue de 21%, en la tercera 13% y en la cuarta 10%. Lo cual arroja que después de un año de intento de distintos fármacos, todavía el 65% seguía sin tener una respuesta. Es importante marcar también que en ese 35% efectivo tampoco es seguro que el antidepresivo siga haciendo efecto continuamente, sino que existe el “efecto menguante” que hace que entre 9% y 57% de los pacientes les deje de hacer efecto a lo largo del tratamiento. Lo que nos encontramos entonces es con un umbral de efectividad real llamativamente bajo para lo extendido que está su uso.

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Entonces, ¿qué pasó con mi tía Marta? Un poco de varias cosas. Por un lado, la prescripción de psicofármacos se ha convertido en prácticamente la única herramienta distintiva de la psiquiatría frente a otras profesiones de salud mental. Por otro lado, existe una presión social y cultural por encontrar soluciones rápidas al sufrimiento psíquico, donde tanto profesionales como pacientes pueden verse atrapados en la búsqueda de una ‘píldora mágica‘ que resuelva el malestar. Dados estos incentivos estructurales y expectativas culturales, la lógica que medicaliza el sufrimiento es muy difícil de romper con tan solo datos empíricos. ¿Qué hacer entonces? Una alternativa curiosa es que muchas veces es mejor no hacer nada, es decir, esperar y ver cómo evoluciona el cuadro naturalmente. Aunque parezca llamativo, ha funcionado en un 65% de las personas en este estudio con pacientes no suicidas.

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De hecho, los mismos psiquiatras suelen ser más cautelosos con la medicación inmediata cuando el paciente a tratar son ellos mismos y consideran más opciones de abordaje. Nunca podré saber si a mi querida tía le funcionó realmente la medicación o fue simplemente el proceso natural de recuperación.

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¿Consentimiento informado? Bien, gracias

El consentimiento informado es un derecho fundamental del paciente y una obligación legal del médico, no una mera formalidad ni una cortesía opcional. Está consagrado en la Ley de Derechos del Paciente y requiere que el profesional comunique de manera clara y comprensible todas las opciones de tratamiento disponibles, sus beneficios y riesgos. Sin embargo, en psiquiatría (y otras especialidades) esta obligación se incumple sistemáticamente: los pacientes no son informados sobre alternativas terapéuticas ni sobre el hecho de que la teoría serotoninérgica está descartada. Así, creen -falsamente- que con las pastillas están corrigiendo un desequilibrio químico. No saben de su baja eficacia ni, para peor, de los posibles efectos secundarios, por lo que no pueden sopesar el riesgo/beneficio de tomar una medicación durante años. Esta falta de información adecuada no solo viola un derecho básico del paciente sino que compromete su capacidad para tomar decisiones informadas sobre su propio tratamiento.

La industria médico/farmacéutica ha tratado de minimizar la gran cantidad de efectos secundarios que producen, siendo los mismos pacientes quienes se han organizado para alzar su voz y mostrar las secuelas que deja la medicalización de la vida cotidiana.

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Quizás el efecto secundario que más repercusión ha tenido en los últimos tiempos es la disfunción sexual o disminución de la líbido. Se suele minimizar este aspecto diciendo que es mucho más importante no estar deprimido que “tener sexo”. Pero la falta de deseo sexual va mucho más allá de “no tener sexo”, ya que es algo que repercute de lleno en la autoestima de la persona, en sus relaciones sociales/de pareja y más. Todo esto constituye una parte fundamental del estado de ánimo y no es correcto tratarlo como algo menor. Otra cuestión importante es que no basta con dejar de tomar antidepresivos para que la libido vuelva automáticamente a la normalidad. Existen casos, especialmente cuando se empiezan a tomar en la niñez y adolescencia, en los que el deseo sexual se ha perdido para siempre.

Otro efecto muy común (40-60% de los pacientes) es la insensibilidad emocional, que es la desconexión de las emociones normales que tiene una persona, como si estuvieran “anestesiadas emocionalmente”. Así pueden volverse incapaces de llorar, de compartir la tristeza o alegría de otros, o de disfrutar lo que antes les gustaba, lo que puede afectar significativamente su calidad de vida y su funcionamiento social. Paradójicamente, esta desconexión emocional puede empeorar la condición que se intentaba tratar: la incapacidad para sentir y procesar emociones normales puede profundizar los sentimientos de alienación y vacío que suelen acompañar a la depresión, generando un círculo vicioso que agrava el malestar inicial.

Y otro efecto que poco se discute es el aumento en el riesgo de suicidio y agresión, especialmente en jóvenes y adolescentes. Aunque parezca paradójico, es un hecho establecido que el suicidio aumenta en pacientes jóvenes que toman estos medicamentos. Tal es el efecto en las edades de 12 a 24 años que en la misma caja de estos medicamentos, ya desde el año 2005 la FDA en EEUU obligó a ponerles un sello negro de advertencia.

Estos son los más relevantes y poco mencionados (podemos sumar el aumento de muerte fetal y otras complicaciones por ingesta durante embarazo) pero no olvidemos que hay múltiples otros efectos que pueden englobarse en efectos gastrointestinales, del sueño, físicos (algunos terribles como la acatisia), cognitivos, hipertensión arterial, etc. Por último, realmente no sabemos cuales son los efectos a largo plazo ya que los estudios se suelen restringir a unos pocos meses y tampoco sabemos bien acerca de cómo y por qué continúan algunos de estos efectos cuando ya se ha dejado de tomar la medicación.

Necesitamos más medicina basada en la evidencia, no menos

Quiero remarcar algo: si bien el campo de la psiquiatría tiene una larga historia perniciosa, puede tener sus aplicaciones útiles si es usada racionalmente. Pero lo importante es justamente exigir que se base en la evidencia, tal como la mayoría del resto de la medicina, y que no se sobreprescriba. No debemos caer en un pensamiento conspiranoico acerca de que entonces toda la medicina es un engaño y que los medicamentos en general hacen más mal que bien. Por el contrario: hay que valorar que en general el campo médico ha adoptado una postura basada en la evidencia, aunque también suele descuidar otros aspectos del ser humano que van más allá de lo fisiológico y que repercuten en su salud.

Es necesario salir a comunicar que la teoría serotoninérgica de la depresión no se sostiene desde hace años. Esto llevará a que los psiquiatras sean honestos con sus pacientes acerca de cómo los antidepresivos cambian la química normal del cerebro de formas que no comprendemos del todo y con consecuencias que, por lo que sabemos, son más que preocupantes. Que sepan bien cuándo prescribir y fundamentalmente que sepan desprescribir, ya que los riesgos no terminan cuando se deja de tomar antidepresivos sino que pueden continuar con secuelas varias como la abstinencia y otros, y esto es algo en que los psiquiatras poco se preocupan en formarse ya que rara vez indican dejar de tomar un medicamento.

La mayoría de la gente sigue creyendo que la teoría serotoninérgica es cierta. Eso ha favorecido la sobre-medicalización de situaciones que, analizadas más profundamente, quizás no lo necesitaban. Es una creencia que se ramifica que se padece una enfermedad crónica que debe corregirse mediante una intervención farmacológica crónica, patologizando sus subjetividades, fortaleciendo estigmas y socavando la agencia individual, haciéndonos creer que estamos “presos” de la química cerebral y que la única forma de salir de allí es con medicación.

Pero el verdadero problema va más allá de una teoría incorrecta. Lo que está en su raíz, y desarrollo en mi tesis doctoral en relación a la investigación con psicodélicos, es el supuesto reduccionista que ve la salud mental como una simple anomalía física o cerebral que puede ser curada con un tratamiento genérico ignorando factores sociales, ambientales, existenciales y personales.

El futuro del tratamiento de la salud mental no está en encontrar una “bala mágica” farmacológica, sintética o natural, sino en desarrollar abordajes personalizados que respeten la complejidad de la experiencia humana. Esto incluye reconocer que, si bien ciertos psicofármacos pueden ser útiles en algunos casos puntuales (y no necesariamente con uso crónico), no son la única ni la mejor respuesta al sufrimiento psicológico.

Para responder la pregunta inicial del título de esta nota lo más brevemente posible no sería con un sí o un no, sino que “en pocas personas”, mientras que los efectos adversos se producen en bastantes más. Y esto sólo analizando su efectividad para la depresión y no para todos los otros diagnósticos donde también se utilizan. Pero entonces lo más importante es que la pregunta por la efectividad siempre debe hacerse en contexto, ¿efectivos para quién, cuándo, dónde, bajo qué circunstancias? El potencial beneficio sustancial debe sopesarse frente a los riesgos asociados, así como la comparación con otros tratamientos que han mostrado beneficios similares con menores riesgos. Esto debe evaluarse a nivel individual, conjuntamente con el paciente, dándole toda la información disponible. La verdadera revolución en salud mental no vendrá de un tratamiento único y homogéneo para cada una de las condiciones mentales, sino de nuestra capacidad para entender y abordar el sufrimiento humano en toda su complejidad, respetando la autonomía de las personas y ofreciendo un abanico de opciones terapéuticas basadas en evidencia científica sólida y libre de sesgos comerciales.

*Maximiliano Zeller es Doctor en Filosofía (UBA) y especialista en Filosofía de la Psiquiatría y Psicodélicos.

CIENCIAS SALUD MENTAL

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