“El ‘narco’ aparece en nuestra sociedad como una temible Caja de Pandora que, de ser abierta, creemos que desataría un reino de muerte y destrucción. Si pudiéramos vencer el miedo y confrontar aquello que llamamos ‘narco’ abriendo por fin la caja, no encontraríamos en ella a un violento traficante, sino al lenguaje oficial que lo inventa: escucharíamos palabras sin objeto, tan frágiles y maleables como la arena. Abramos, pues, la caja”. Oswaldo Zavala.
Por Alejandro Miguez*
La vecinocracia peronista
Hace un par de semanas, Sergio Berni posteó un video sobre el desmantelamiento de una red de tráfico en la zona roja de La Plata y el secuestro de 3 kilos de cocaína, marihuana y pasta base. La gestión basada en hechos reales hizo un spot de campaña por una minucia en términos de tráfico. Son dudosos los parámetros que permitan justificar que secuestrar 3 kilos sea un éxito, pero el video está ahí. Berni es el ministro que en diciembre del año pasado –a los pocos días de asumir– le dijo al periodista Luis Novaresio que había que cambiar el paradigma de la lucha contra el narcotráfico. Ya en gestión, Berni decidió volver al cómodo redil de la demagogia punitiva y así cerrar el círculo que él mismo inició –durante el segundo período de Cristina Fernández– y que continuó Patricia Bullrich. Berni hizo el cálculo político que en su momento hizo Sergio Massa: las campañas de ley y orden tienen asidero en un amplio sector de la sociedad. Sabe a quiénes les habla y a qué tradición responde. Por ello, personalizar puede ser útil pero tiene sus limitaciones: el peronismo provincial tiene un largo historial de ministros de seguridad de mano dura (Rico, Stornelli, Casal, Granados).
El contenido, xenófobo y transodiante, provocó una oleada de repudio y un pedido de disculpa firmado por 55 organizaciones. El video sigue circulando en las redes. Berni conoce su construcción política posible: la vecinocracia peronista; no vacila en mostrarse proactivo y represor en Guernica con la policía que hace poco más de un mes concentró patrulleros en la residencia presidencial.
Simultáneamente, en la zona roja de La Plata existe una asamblea de vecinos que está ejerciendo una fuerte presión para expulsar a las trans. De hecho hay grupos organizados en redes, que no ahorran improperios ni dejan de expresar discursos de odio, ocurre que en tiempos de ciudadanías de baja intensidad, exponer el fascismo societal no es un problema. A esto se le suman las sucesivas campañas de medios de comunicación locales, con el diario El Día como punta de lanza contra la comunidad. Pese a los pedidos de diálogo y de cese de la violencia (que no sólo se queda en el discurso y en el hostigamiento), no hay contemplaciones en la cruzada vecinal.
Los hechos se relatan por medio de fuentes policiales o judiciales, sin que haya explicaciones de cómo se componen los mercados y qué complicidades se tejen para que prosperen.
Las campañas de pánico moral no se limitan a los discursos transodiantes, también son clasistas y racistas. En esta ecuación los medios tienen un rol fundamental: son quienes crean esta sensibilidad recalcitrante desde sus coberturas constantes sobre los hechos de microtráfico. Son los que permean y repiten este discurso que evita discusiones incómodas. Es fácil señalar a los eslabones más bajos (y esto incluye a los narcopolicías) sin mirar hacia arriba. Para los medios garpan los feos, sucios y malos, más si no tienen acceso a la palabra. Los hechos se relatan por medio de fuentes policiales o judiciales, sin que haya explicaciones de cómo se componen los mercados y qué complicidades se tejen para que prosperen.
La utilización del concepto vecinos (y la de narcotravestis) no es casual: “la construcción de sentidos sociales –escribió Laurana Malacalza– que se realiza a partir de la categoría de ‘vecinos’ –concebidos como sujetos de derechos y con capacidad para habitar y transitar determinadas zonas urbanas– y ‘travestis’ –asociadas a la criminalidad y la disrupción del espacio público– no resulta novedosa. Por el contrario, actúa como una fórmula capaz de iniciar los procedimientos de persecución, hostigamiento y detenciones de mujeres trans y travestis”. Allí se gestan las campañas de pánico moral, en la que se constituyen imputaciones hacia colectivos que no tienen posibilidad de visibilizar una respuesta.
Esa asimetría en el acceso a la palabra pública se legitima en los medios, que en sus coberturas no ceden la palabra ni mencionan cuáles son las alternativas que promueven desde las comunidades señaladas, tampoco cuáles son las demandas. No importa que sean colectivos altamente vulnerabilizados ni que padezcan la selectividad penal. La subjetividad vecinal es la legitimada. A eso responde Berni. Sirve para su proyecto personal y la demagogia punitiva no se va a detener por las sensibilidades progresistas.
Siembran el miedo para cosechar seguridad
De la retórica belicosa con la que tanto se regodean los medios hegemónicos y que permite la perpetuación de la cultura del control (que sirve de vidriera para la política) salen hipótesis que no tienen el más mínimo sustento empírico. Más que análisis parecen parte del guión de una película pochoclera mala. El establishment securitario —que no tiene nada que envidiarle en contumacia y desdén por el pensamiento complejo a los economistas neoclásicos— suele repetir como mantra discursos que la realidad se encarga de refutar. De estos pésimos diagnósticos salen, por ejemplo, las ideas de un NarcoEstado o las teorías monolíticas que plantean que las organizaciones tienen un poder desproporcionado, muy por encima del Estado.
Existe una circularidad: los miembros de la cultura del control elaboran los diagnósticos sobre la sociedad, los medios los difunden y, después, cuando la situación lo amerita, los llaman como voces especializadas sobre el tema. Esa forma de moldear la discusión pública –presentando discursos despojados de valores morales y políticos– tiende a legitimar modos de intervención que se transforman en acciones públicas: las emergencias macristas en seguridad y adicciones se dictaron sin estudios serios que avalaran tales medidas. El macrismo fue artístico en la forma de gobernar percepciones.
Ilustración de Adriel Radovitzky
La hegemonía prohibicionista-punitivista deja muchas preguntas sin responder o, peor, sin esbozar: ¿cómo se componen los mercados de sustancias?, ¿son para abastecer la demanda interna o para exportar a plazas más rentables?, ¿la demanda local es estacional, es inelástica?, ¿se distribuye de acuerdo a las posibilidades geográficas?, ¿qué políticas de control coordinadas se aplican?, ¿qué tipo de organizaciones actúan? ¿son vernáculas o son transnacionales?, ¿son estructuras jerárquicas o más horizontales?, ¿qué actores intervienen para el lavado de activos, que, dicho sea de paso, en Argentina parece algo relativamente sencillo?, ¿por qué siempre caen los eslabones débiles e intercambiables y no la maraña de profesionales que posibilitan el blanqueo? Y una central: ¿qué tipo de criminalidad organizada existe en el país?, ¿qué tipo o qué tipos?
Aunque suelen dar espacios mínimos a otras visiones, los medios reproducen la hegemonía prohibicionista, que ve el asunto drogas desde la perspectiva securitaria. Es lo que Stuart Hall definiría como lectura preferente: la decodificación se produce en los términos propuestos por los códigos hegemónicos. Aunque en la actualidad existen voces que habilitan los otros tipos de lectura propuestos por Hall (el negociado y el de oposición), todavía es muy difícil esbozar alternativas.
El Orden clandestino: una suspensión selectiva de la aplicación de la ley, realizada por agencias estatales, para satisfacer determinadas demandas sociales.
Esta pobreza de diagnóstico que plantea un mundo criminal monolítico, está muy alejada de una descripción real del funcionamiento cotidiano del crimen organizado. No dimensiona los procesos históricos de conformación y expansión, aunque existen investigaciones que si lo hacen: según Oswaldo Zavala, en México hasta la década del 90 “el PRI administró con eficacia una red de soberanía que le permitió articular un juego geopolítico en el cual el narcotráfico fue objeto de la más rigurosa disciplina de los mecanismos policiales de Estado y su soberanía”; en nuestro país, la historia de Los Monos en Rosario está ligada a sus relaciones con el poder político, las fuerzas de seguridad y sectores empresariales que facilitaron sus negocios.
Las condiciones de posibilidad se dan por lo que Matías Dewey denomina el Orden clandestino: una suspensión selectiva de la aplicación de la ley, realizada por agencias estatales, para satisfacer determinadas demandas sociales —que no se limitan al tráfico de sustancias: también están el juego clandestino, la venta de dólar “libre”, las autopartes, etc—. La constitución de éste Orden depende de factores que deben ser descritos situacionalmente, porque aunque el negocio sea el mismo varía de acuerdo a los territorios y los actores que intervienen. En Rosario, además de la venta de cocaína, también está el circulante generado por la venta clandestina de oleaginosas: pasar de circuitos ilegales a legales requiere de una logística que en el trapicheo de drogas minoristas no es necesario; además, Rosario tiene el puerto para exportar y en los últimos años avanzaron causas de tráfico de cocaína escondida en cargamentos de ajo, de carbón vegetal y de arroz.
A esa limitación se le suma la falta de distinción entre el micro y el macrotráfico. Como indican Delfino, Souto y Sarti, “es necesario establecer con claridad la diferenciación entre el tráfico orientado al abastecimiento del mercado local de aquel destinado al exterior”. Ambos mercados tienen diferentes modalidades, transportes y mecanismos: el macrotráfico tiene mayor división del trabajo, redes de colaboración segmentadas y una mayor capacidad de control del mercado de comercialización; el microtráfico, en cambio, tiene mayor dominio territorial y mayores índices de violencia. Las transformaciones recientes hicieron emerger un nuevo problema: el mesotráfico (estructuras complejas con fuerte arraigo local). Esto requiere de investigación y de análisis, pero cuando se pone el eje del combate en el microtráfico –vendiendo como victoria una incautación de 3 kilos de sustancias– sólo se aporta demagogia cuando el problema se vuelve más denso. Perseguir las ventas minoristas y cazar consumidorxs sin comprender cómo se constituyen los Órdenes clandestinos es continuar con la lógica del control que los medios se encargan de reproducir día a día. Y es ceder a la histeria de la vecinocracia que sólo ofrece odio y pánico moral.
Berni es parte del problema, pero no por su megalomanía sino por su diagnóstico rasante sobre un fenómeno que requiere de un enfoque integral y situado. Como en Guernica, donde se mostró el peor rostro clasista y violento del Estado con discurso belicista, mientras los poderosos vitoreaban, la persecución odiante y racista contra las trans muestra que la vecinocracia sólo tiene para mostrar fuerza contra los débiles y debilidad frente a los fuertes: para combatir al tráfico se necesita algo más que tribuneo, son indispensables políticas públicas que no se queden en los moldes del discurso que los medios imponen, que es sólo horror show punitivo.
*Periodista, integrante de RESET | Política de drogas y derechos humanos.