Por Alejandro Miguez
En 2005 se sancionó La Ley Nacional de Desfederalización de la Competencia Penal en Materia de Estupefacientes (Ley 26.052). La reforma introdujo la posibilidad de que las jurisdicciones que adhieran asuman la competencia penal de los delitos menores relacionados a estupefacientes (la tenencia simple, la tenencia para consumo personal y el comercio). El gobierno provincial de Felipe Solá adhirió a la ley y el 2 de diciembre de ese año asumió la competencia correspondiente. La ley fue presentada como una herramienta para que los gobiernos locales pudieran tener un rol activo en la cuestión drogas (apoyándose en las demandas de seguridad de los ciudadanos) y como una política de descompresión del trabajo de los juzgados federales para que éstos se orienten a los casos más complejos. La desfederalización supuso –en teoría– un traspaso masivo de recursos de seguridad y de persecución de delitos leves.
En los hechos, la cuestión es bastante diferente: aumentó el poder arbitrario de las policías provinciales, sobre todo en los barrios más vulnerables. Ocho jurisdicciones (Buenos Aires, Córdoba, Salta, Chaco, Formosa, Entre Ríos, Santiago del Estero y Ciudad Autónoma de Buenos Aires) se plegaron a la normativa, mientras que el resto continúa manejándose en la órbita de la justicia federal. En las que se mantuvieron allí, los datos son elocuentes. Según consigna el informe del CELS: “este cúmulo de situaciones diversas que incluye detenciones de consumidores, de personas ajenas a hechos de drogas, causas armadas y casos mal investigados o sin pruebas, deriva en que más del 90% de las causas iniciadas por drogas en el fuero federal no lleguen a juicio. (…) Se trata de la vieja lógica policial de ‘hacer estadística’ que ahora está subordinada a la política gubernamental de exhibir el éxito de la ‘guerra contra el narcotráfico’
Esto es: en las provincias que no adhirieron se sostuvo la persecución de consumidores, una práctica sistemática, extendida y masiva de las fuerzas de seguridad. Y si cuentan con la venia de las autoridades políticas de turno, es la modalidad privilegiada para sostener el relato de la lucha contra el narcotráfico mientras se inflan números, se derrochan recursos y se estigmatiza y persigue. En consecuencia, “la orientación de la persecución penal –señala el informe del CELS– no sólo incentivó la apertura de más causas judiciales, sino la detención de más personas por delitos menores. Este enfoque duro de despliegue territorial de las policías, la elección de figuras penales más graves y el uso generalizado de la prisión preventiva condujeron a un aumento de las tasas de encarcelamiento con consecuencias dramáticas para los sistemas penitenciarios: mayor sobrepoblación y hacinamiento crítico”. Es una política que se sustenta en una de las ideas base de la demagogia punitiva: estar actuando constantemente, exhibiendo una lucha constante y sin cuartel contra –en este caso– el flagelo de la droga. “Una gestión basada en hechos reales” que, en realidad, es puro relato.
CIFRAS DEL TERROR
La desfederalización como política produjo dos problemas: aumentó la cantidad de causas por delitos menores, asociadas al consumo, la tenencia y la comercialización de drogas, que fueron procesados por los sistemas de justicia provinciales; además, generó un proceso de inflación penal asociado con las figuras menores, ya que los sistemas provinciales tienden a utilizar calificaciones penales más graves que el fuero federal. Queda preguntar: ¿qué pasa en las provincias que se plegaron a la normativa? Con los escasos datos disponibles, se puede sostener que el fracaso es evidente.
Salvo que se haga una torsión discursiva muy marcada y se quiera creer que la persecución de perejiles es una lucha frontal contra el narcotráfico, los datos dicen lo contrario. La desfederalización es una política cara, inútil y clasista. En Entre Ríos –que está en vigencia desde Mayo de 2018– se realizaron 318 procedimientos por microtráfico en el primer año de vigencia y se detuvieron 413 personas; entre febrero y noviembre de 2019 se iniciaron 107 investigaciones penales con 178 imputados. Según los datos relevados por Juan Cruz Varela, en la justicia federal de Paraná cayeron un 75% las causas iniciadas (comparándolas con las que se activaban hacia mediados de 2018) y la incidencia de las casos de narcotráfico –que orillaban el 50%– bajaron considerablemente. De acuerdo a las estadísticas del Tribunal Superior de Justicia entrerriano, el 54% de las causas iniciadas respondieron a conductas asociadas al consumo (tenencia simple, uso personal o suministro gratuito); estos datos no incluyen los casos que no se judicializaron. Según los datos procesados por el Acuerdo por la Regulación Legal del Cannabis, de los casos resueltos por el poder judicial de la provincia “el 17% fue elevado a juicio oral y el 22% recibió condena efectiva y el 61% implicó una condena condicional o sobreseimiento”. [/vc_column_text][vc_empty_space height=”42px”][vc_single_image image=”24378″ img_size=”large” onclick=”custom_link” img_link_target=”_blank” link=”https://revistamate.com.ar/pagina-para-formulario-mailchimp-clave/”][vc_empty_space height=”42px”][vc_column_text]En la provincia de Buenos Aires, la situación presenta sus particularidades. Según el año tomado como referencia, las investigaciones por infracciones a la ley 23.737 oscilaron entre un 6% y 10% de todas las Investigaciones Penales Preparatorias (IPP) iniciadas en el Fuero Criminal y Correccional bonaerense. En el 2018 se registraron 63.198 IPPs por infracciones a la ley de estupefacientes (más de un 8% del total de las causas iniciadas por delito). Según el relevamiento hecho por Mauro Benente, Santiago Kozicki y Lucas Pesina, la mayoría de las IPP iniciadas entre 2016 y 2018 fueron por comercio (la figura de mayor gravedad, sin posibilidad de salida condicional, y la más compleja de investigar): en 2016 abarcaron el 67,9% (y un 24,86% para tenencia para consumo y un 5,84% para tenencia simple); en 2017, el 69,07% (y un 24,22% para tenencia para consumo y un 4,77% para tenencia simple); en 2018, el 65,86% (y un 28,91% de tenencia para consumo y un 3,82% para tenencia simple). La mayoría se concentraron en el Conurbano: en 2016, el 79% de las causas se iniciaron en los departamentos judiciales de esta zona geográfica; en 2017, fueron el 79%; en 2018, el 77%.
La gestión diferenciada de los consumos no se da sólo entre clases sociales, sino entre sustancias.
La alta incidencia de la figura comercio podría ser considerado como una estrategia de inflación penal que sirve para justificar la prisión preventiva (y que sea más difícil determinar la falta de mérito o el sobreseimiento). Esta fórmula homogeniza una serie de diversa de situaciones que difícilmente puedan ser caratuladas como microtráfico –aunque se haga. Y tiene, como consecuencia lógica, un aumento de la red punitiva. La proporción de la población carcelaria en el Sistema Penitenciario Bonaerense (SPB) experimentó un fuerte aumento: en 2005, la proporción de presos era del 0,05% (sólo 6 personas); en 2019, fue el 10,83% (4915 personas). Este crecimiento sostenido (aunque en algunos años haya bajado levemente) se dio pese a que, en el medio, sucedió el fallo Arriola. El fallo no es obligatorio para el resto de los jueces, y por esa razón es comprensible que a pesar de este precedente continúe aplicándose selectivamente la ley.
Desde su génesis, la Ley de Estupefacientes, que implicó la cristalización del maridaje entre lo penal y lo médico hegemónico, basó sus fundamentos en estereotipos que aún tienen vigencia. Esos discursos que son parte del olfato social constituyen el olfato de las fuerzas de seguridad. La guerra contra las drogas es una parte fundamental de la guerra contra les pobres. Los cacheos, las revisiones de mochilas y las demoras son mucho más probables si se cuentan con determinados signos: vestimenta, gestos, palabras.
Así como no es lo mismo fumarse un porro viendo Netflix en Palermo que en una casilla, no es lo mismo andar con un frasco con cogollos (o prensado) si sos un pibito de barriada, que un clasemediero. Hay discursos sobre las clases populares que descartan la posibilidad de un uso adulto y no problemático de las sustancias: son adictos o son viciosos. La tríada pobre-delincuente-adicto está siempre a disposición para construir relatos moralizantes. Esto tiene consecuencias muy negativas para quienes son capturades por las redes penales. Las políticas coercitivas, que son estigmatizantes, tienen el foco puesto en los sectores populares, con un agravante: no aportan soluciones a los consumos problemáticos, porque la penalización aleja a las personas que lo padecen de los dispositivos terapeúticos y no tiene en cuenta las sustancias legales que pueden generar esa situación como alcohol, inhalables o psicofármacos. La gestión diferenciada de los consumos no se da sólo entre clases sociales, sino entre sustancias.
Ilustración de Adriel Radovitzky
Los problemas no se dan sólo en el fuero federal. El traspaso implicó un aumento del caudal de trabajo de los tribunales, que empeoró la disponibilidad de recursos humanos y materiales. Esta falta tiene incidencia sobre la administración de justicia, que dilapida insumos para sostener la inflación penal y la búsqueda de hacer estadísticas, mostrar como exitoso algo que a largo plazo es un fracaso absoluto. Pero no queda ahí: la desfederalización es, por sobre todas las cosas, una política cara.
Según las estimaciones de Benente, Kozicki y Pesina, “teniendo en cuenta los ajustes por inflación, y con las estimaciones y proyecciones para este 2020, el costo ha sido de casi 29 mil millones de pesos. Este número marca no solamente la deuda que tiene la Nación con la Provincia de Buenos Aires, porque nunca se realizaron los traspasos de fondos que estipula la ley, sino que incorpora una dimensión de análisis no menor al momento de discutir la persecución penal”.
Al gasto de las provincias que adhirieron a la norma hay que sumarle las erogaciones hechas por el Ministerio Público Fiscal de la Nación que, según la estimación hecha por Ricardo Ancillai Pont, gastó entre 2016 y 2018 1.641 millones de pesos (unos 84 millones de dólares) en perseguir delitos tipificados en la ley de drogas. Todos esos recursos, utilizados para sostener una burocracia punitiva, podrían ser útiles para implementar modelos alternativos más sensatos –que tengan en cuenta los derechos humanos de les consumidores– y con el eje puesto en la salud pública. La derogación de la ley y la despenalización de la tenencia simple son los dos primeros botones para desactivar la rancia y arcaica máquina de perseguir perejiles.